Llevaba mucho tiempo ya intentando que no se me viera el tremendo hueco que había dejado una muela podrida que me tuvieron que extirpar hace dos años. Dos años intentando no sonreír, hablando con la boca pequeña, me estaba creando un complejo brutal. Hablé con mis padres sobre la posibilidad de ponerme un implante, porque la broma costaba aproximadamente 1.500 euros y yo no tenía ni un duro, la verdad. Tuvieron que pensárselo, porque estaban pasando por un mal momento económico, con hipotecas y otras deudas de por medio. Así que cuando me dijeron que adelante, que cogiera cita en el dentista, yo ya era consciente del esfuerzo que les suponía pagarlo. Decidí que les devolvería todo el dinero cuando fuera posible, pero en el fondo sabía que eso tardaría mucho tiempo en llegar. 

El día de la cita como tal, después de haber ido a que lo miraran todo bien, yo estaba tan emocionada que me tuve que tomar un trankimazin de los nervios que tenía. Cuando llegué, el cirujano (creo que era cirujano) me dijo que me relajara porque íbamos a estar ahí bastante rato. En lo que él me limpiaba la zona y preparaba el material, yo ya iba tranquilizándome muchísimo, él tipo me daba conversación pero yo ya le contestaba con monosílabos y me dedicaba a mirar cómo iba preparando las herramientas y tal. Me fijé en el tamaño minúsculo de los tornillos que iban a unir mi encía con el implante, y me pareció fascinante. 

Para cuando me di cuenta, ya estaba con la boca abierta y escuchando el ruido del taladro, pero ni siquiera aquello consiguió perturbar mi paz interior. De repente, un breve fundido a negro y vuelvo en mí misma como con un ronquido brutal. Miré al cirujano y al auxiliar y los dos tenían los ojos como platos, muy a juego con la cara de susto que llevaría yo. Me había tragado varias piezas minúsculas y la muela también. Todo para adentro. Enseguida me dieron mucha agua para que nada de eso se me quedara enganchado por el esófago o a saber qué otro sitio, y nos quedamos en silencio, mirándonos los tres, sin saber qué decir. 

El primero que reaccionó fue el cirujano, y se puso histérico. No paraba de decir que las sillas de los dentistas están diseñadas para que eso no pueda ocurrir de ninguna manera. Y, así como yo solo podía pensar en el dinero y si aquello nos costaría otros 1.500 euros, él estaba preocupadísimo por el daño que podrían hacerme esos tornillos si se quedaban dentro de mi cuerpo. Por lo visto eran pequeños pero muy afilados, y el peligro era importante. Me mandó a casa con una tarea obligatoria. Cada vez que fuera al baño a hacer caca, tenía que cogerla, ponerla en un recipiente y analizarla detalladamente en busca de los tres tornillos que me había tragado. Y así hasta que los encontrara todos. Yo no me lo podía creer, claro, le dije que qué pasaba si me entraban ganas de ir al baño mientras estaba en el trabajo, y me dijo que le daba igual todo, que lo importante era encontrarlos, y que me lo montara como hiciera falta. Mi preocupación fue creciendo a medida que iban pasando los días y aquello no aparecía entre mi caca. Mientras tanto, me preguntaba si la intención del cirujano era reutilizarlos o no, porque me daba mucho asco pensar en esa posibilidad. 

Pasaron cuatro días en los que yo recibía llamadas de la clínica dental por lo menos una por la mañana y otra por la tarde, preguntando a ver si ya habían aparecido los malditos tornillos, así que ya empecé a ponerme nerviosa, viendo semejante atención por su parte. Esos cuatro días me las había apañado para ir al baño en mi propia casa. Pero el quinto fue diferente. Estaba en la oficina y me dio un apretón de los que no puedes reprimir. No podía permitirme el lujo de no analizarlo, porque cuantos más días pasaban, más posibilidad había de que acabara apareciendo, así que tuve que hacerlo. Cogí una bolsa, hice mis cosas ahí, y me puse en la encimera del lavabo a inspeccionarlo. Por supuesto, tuvo que entrar en ese momento la mitad de la plantilla de mi empresa, y yo me escondí de las dos primeras personas, pero al final ya fui totalmente sincera y se lo conté a todo el mundo. Os podéis imaginar las risas cuando, además, van y aparecen los tres tornillos y la muela: todo a la vez. 

Pero la historia tuvo un final feliz porque no fueron esas piezas las que me pusieron, sino unas nuevas por las que no tuvimos que pagar otra vez.