Una intenta entender las motivaciones de cada cual, ser empática, encajar las decisiones de otros y seguir con su vida valorando lo que sí tiene. Pero, de verdad, hay cosas que son imposibles de entender, por más que lo intentes, y te lastran emocionalmente para siempre. Que tu pareja crea que quiere ser padre y se dé cuenta de que no cuando tú ya estás embarazada es una de ellas.
Llevábamos varios años juntos y siempre habíamos vislumbrado el hecho de formar una familia. Era nuestra idea de futuro. Viendo lo que pasó después, me permito darle un primer consejo a toda persona que me lea: si quieres ser madre/padre, pregúntate por qué. ¿De verdad quieres vivir esa experiencia, probablemente la más intensa de tu vida? ¿O solo sientes que tienes que hacerlo por convencionalismo o vete tú a saber qué?
Retirada de última hora
No hace falta que explique el proceso, ¿no? Todo el mundo es consciente de lo que hace y las consecuencias que puede acarrear. Casos hay de hombres que hacen “stealthing” y de mujeres que dicen usar métodos anticonceptivos que no usan. Pero, en mi caso y en el de la mayoría, tú sabes qué haces, cómo lo haces y a qué te expones.
Los dos lo teníamos claro. Lo habíamos hablado, lo planificamos. Juntos tomamos la decisión de intentar el embarazo. Juntos nos embarcamos en la tarea de ser padres, que intuíamos ardua, pero también gratificante. Y juntos buscamos un bebé que, yo al menos, creía deseado por ambas partes.
Me confesó después que él pensó que no iba a pasar tan rápido, porque había parejas en nuestro círculo que habían experimentado dificultades. Luego, a pesar de ser conscientes de lo que hacíamos, la noticia nos pilló de modo muy diferente: a mí, eufórica y feliz; a él, sobrepasado y sorprendido.
Pasaban los días y yo cada vez más contenta, compartiendo la noticia con mis seres queridos, visualizando un futuro en familia y preparando su llegada. A él lo veía desinflado y como si la cosa no fuera con él. Entendí que no le pillara como a mí, porque la noticia te cambia la vida y no todo el mundo la acoge de la misma manera. Hasta que, un día, me lo confesó todo.
Me dijo que creía que sí, pero que, una vez metidos en faena y con la perspectiva real y tangible de ser padre, se dio cuenta de que no estaba preparado. Su confesión fue una decepción absoluta, la peor que he experimentado en la vida. Opté por la negación. Me insistía a mí misma en que era normal que se sintiera sobrepasado, pero su petición terminó de darme la hostia que necesitaba para convencerme de la realidad: me propuso abortar.
Abortar o no puede ser una decisión difícil para una mujer que ha tenido un embarazo no deseado. ¿Pero de una niña esperada que evolucionaba favorablemente? El simple hecho de que me lo sugiriera me caló de por vida. No se lo he perdonado, no se lo perdonaré nunca, así que nuestra relación estaba abocada al fracaso.
La etapa más dulce convertida en la peor
Estuvimos juntos hasta después de que mi hija cumpliera cuatro meses, pero yo ya había iniciado el duelo del desamor mucho antes. Alguien que sufre una ruptura quiere recuperarse cuanto antes. En mi caso, era urgente hacerlo. Yo quería dejar atrás la decepción del desamor y centrarme en mi embarazo, en la llegada de mi pequeña y, cuando se produjera, en ella misma.
Lloré mucho. Yo había visualizado una vida en familia y mis planes se habían desmoronado, y no antes siquiera de iniciarlos, ¡sino en pleno proceso! ¿No me lo podía haber dicho antes? Se lo pregunté mil veces y jamás pudo darme una respuesta convincente.
En algún momento, ya llegando el final del embarazo, dejé de lado la tristeza, la frustración, la ira y el agobio. De algún modo, mi mente se reprogramó, como muchas madres sienten que les pasa: tuve claro que la prioridad era ella y que yo quería cuidarla y quererla más que a nada en el mundo. Todo lo demás podía quedar en un segundo plano, incluyendo a su padre.
¿Lo puedo considerar padre?
Para cuando nos separamos, yo ya no lo necesitaba. Había asumido mi destino, que era el de criar a mi hija sin él, y me había puesto en paz con la vida. Fue gracias a mi voluntad, a mi familia y a mis amigas, que siempre estuvieron ahí. De algún modo, la llegada de mi hija fue la mejor preparación para su marcha: cuando se produjo, casi no me provocó nada.
A día de hoy, él es un padre que no es padre. Ejerce como tal en verano y Navidad, pero, para lo demás, somos mi niña y yo. Y lo demás es todo: las reuniones en el colegio, las visitas al pediatra, las tardes en el parque, las comidas, las noches sin dormir… todo. Lo bueno y lo malo.
Él es una figura etérea que creo que está por estar. No sé si ha encontrado una fórmula de paternar con la que sí está cómodo, o simplemente no ha terminado de salir de su vida porque se siente culpable. Pero está y no está.
Mi relación con él se reduce a lo mínimo y yo no lo lamento ni un segundo. No voy a andar con la nostalgia de lo que no pasó, ni sintiéndome mal por no tener una relación que motive más encuentros y más vida en familia (aunque sea con padres separados).
Ni siquiera me daría pena ni me sorprendería que él renunciara a lo poco que tiene con ella. Porque sé que, si por él hubiera sido, mi hija hoy no estaría aquí, cuando es lo más grande que tengo en la vida. Y esa espina no se me quita.
[Texto reescrito por una colaboradora a partir de un testimonio real]