Era un sábado cualquiera, una noche cualquiera, aunque la compañía no era cualquiera. Por fin, habíamos conseguido quedar un par de amigas mías y yo para salir a darlo todo, ¡qué difícil era cuadrar agendas! Fuimos a una zona en la capital que no conocíamos bien, aunque decían que había mucho movimiento. Y lo más importante: los locales de moda tenían la entrada gratuita. Ideal para tiesos.

Y allá que fuimos a la pista a mover las caderas y a pasarlo bien. En esas andábamos, cuando, de repente, vi entrar por la puerta a un modelo de Armani iluminado por un rayo de luz divina. Entiéndase la metáfora: el chaval estaba tan bueno que se podían aliñar ensaladas con él y un foco de la discoteca había tenido el tino de iluminarlo, por lo que era imposible que pasara desapercibido. Misteriosamente, me devolvió la mirada y se acercó a hablar conmigo. Yo, ligando de calle y no en las redes, inaudito.

He de decir que, de cerca, el muchacho perdía un poco… era algo así como «operación quisquilla» (que no llega ni a gamba), porque parecía que sus esfuerzos por modificar su físico habían llegado demasiado lejos. Tenía cuerpazo de gimnasio, pero se había plantado unas lentillas azules que se veían falsísimas y llevaba mechas rubias.

No contento con eso, su pelo iba repeinado, pero también cardado y enmarañado. Dios, no habría metido los dedos entre sus cabellos por nada del mundo, no estaba segura de poder recuperarlos. Sin embargo, como no soy de descartar por la primera impresión, me quedé a ver qué más había allí.

Y fue cuando abrió la boca y se evaporaron todos mis pensamientos: ese marcado acento argentino hizo las delicias de mis oídos. En definitiva, había ligado, señoras. Y mis amigas de paso también, con sus amigos.

Hablamos de esto y aquello, de todo lo que se puede hablar con la música a todo volumen, o sea, de casi nada. Me contó que llevaba poco tiempo en la ciudad y que, previamente, había vivido unos meses en Italia, y me soltó un «te porto en el cuore» en un perfecto itañol, intentando camelarme. No daba una, pero, después de todo, era una monada.

Acabamos la noche entre besos y con la promesa de volver a vernos con más calma. La realidad es que no era el sitio ideal para buscar un rincón donde meternos mano, así que preferimos dejarlo para otra ocasión. Y, contra todo pronóstico, la promesa se cumplió.

Empezamos a quedar muy de vez en cuando, yo iba a la capital o él venía a mi pueblo. No tenía una conversación especialmente interesante, pero era cariñoso y me entretenía. Yo ya para entonces intuía que no íbamos a llegar a mucho más, aunque el muchacho se veía interesado, porque fuera de la cama no teníamos demasiado que hacer. En aquellos encuentros, el deseo siguió su curso, como era de esperar. En este aspecto, aunque no era extraordinario, hacía lo que mejor podía.

La tenía como un caballo, pero no me duraba ni un asalto; quizá el riego sanguíneo no le daba para tanto trote. Yo me hacía ilusiones cada vez que decía «córrase», pero eran simples diferencias del mismo idioma. Al terminar, se relajaba y siempre se disponía a hablar un poco, evitando el silencio incómodo de dos personas que tienen cero en común.

Una noche, acabamos y nos quedamos un rato entre las sábanas. Fue entonces cuando me dijo que quería contarme algo. Permanecí inmóvil, esperando alguna declaración del tipo «tengo esposa y cinco hijos en mi país» o «en realidad soy gay y vos sos mi tapadera», o el más dramático: «me queda poco tiempo de vida y quiero pasarla con vos». Pero no.

Comenzó a hablarme de Los Serrano. Sí, la serie, ¿la recordáis? Yo no he podido olvidarla desde aquel día. L o s (malditos) S e r r a n o. Me narró un episodio entero, con todos sus detalles, enterito, allí, tumbados en la cama, desnudos. Y lo tomó por costumbre a partir de ese momento.

Poco después, practiqué el ghosting, sin saber yo ni lo que era eso. Él tampoco insistió. Me había dado cuenta de que lo nuestro era imposible. Él, yo y Los Serrano… demasiada gente en la cama.

Helena con H