Si tú te encuentras fatal pero un médico te dice que tienes ansiedad y estás somatizando síntomas, puedes creértelo. Pero cuando te lo dicen cuatro médicos, no puedes sino darles la razón. Sin embargo, a veces hay que confiar en tu propio instinto, y (aunque no demasiado, y siempre con ojo crítico) en Google.
Contra todo pronóstico, Google determinó el problema de salud (aunque no exactamente) que llevaba arrastrando más de tres meses en apenas cinco minutos.
Durante un tiempo estuve sufriendo cistitis recurrentes. Algo molesto pero que en un par de días se solucionaba después de que mi doctora me recetara antibióticos. Cosa que no ocurrió la última vez. Los síntomas eran parecidos pero no exactamente iguales: dolor pélvico, pesadez e irrtación en la vejiga y lo más insoportable para mí: una necesidad imperiosa y constante (CONSTANTE) de tener que orinar. Nada de escozor ni ardor, signo muy claro de infección por bacterias. Las pruebas salían negativas (no una, sino cuatro veces) pero a pesar de todo, mi doctora, sin echarme ni un vistazo, determinó que volvía a tener cistitis. Antibiótico va, antibiótico viene, durante varias semanas. Se estaba empezando a hacer insoportable y los días cada vez más cuesta arriba.
Mi médico pidió repetir las pruebas y de paso unos análisis de sangre. Yo esperaba (desesperada) los resultados, deseando que un tratamiento me permitiera recuperar mi calidad de vida o, por lo menos, un diagnóstico. ¿Qué ocurrió? Que se cruzó la pandemia. Tras varias semanas esperando, llega la llamada: «todo bien». ¿Todo bien? Yo cada vez me encontraba peor. «Ponte calor y cálmate». ¡Cómo si no hubiera probado ya todo lo habido por haber! Mi ansiedad rozaba límites insospechados, pero traté de relajarme, esperando que se diluyera el dolor y las molestias porque «todo estaba bien».
Mi instinto me decía que no era así, no podía ser normal lo que me pasaba. Cada vez los síntomas se hacían más insoportables, no podía apenas salir del baño, tenía fatal el sistema digestivo, ni siquiera podía tumbarme boca abajo. Pero los médicos, lógicamente, estaban hasta arriba, por lo que insistir en el centro de salud no fue sino una pérdida de tiempo: más antibiótico, más calor, más «estás somatizando, tómate ansiolíticos (por un tubo), es todo de cabeza».
Pista: no era así. En un intento por justificar mi malestar, busqué mis síntomas en Google (cosa que no recomiendo en general). Diagnóstico: cáncer de ovario. Antes de que me rechinara la palabra cáncer, me extrañó la palabra ovario. ¿Cómo ovario? Si a mí me duele la vejiga. ¿Qué tendrá que ver?
Ocho síntomas de los que daba los ocho. Madre mía. Qué impresión. Y encima en plena pandemia. No sabía si era peor acudir a urgencias y coger lo que no tenía o tratar de que me hiciera caso (algún médico de una maldita vez) y salir de dudas.
Como cada día empeoraba, y ya me costaba hasta caminar, decidí ir a las urgencias de maternidad (que también atienden ginecología, y así evitaba cualquier resquicio de virus). Allí lo primero que me preguntaron: «¿estás segura de que no es cistitis?». Se me caían ya las lágrimas de la impotencia. Otro análisis de orina que, otra vez, dió negativo a infección. Por lo que por fin me hicieron una ecografía. «Tumoración de 7 centímetros» ¿Quéééééé? Así que efectivamente tenía un problemón que había sido ignorado por todos los médicos con los que había hablado e incluso acusada de inventarme la sintomatología.
Nadie había pensado que un problema que afectaba a la vejiga pudiera ser ginecológico y, lo más preocupante, real. Pero claro, tenía semejante monstruosidad «posada con delicadeza» sobre mi pobre y aplastadísima vejiga.
«Es que las chicas os quejáis mucho de que os duele la tripa y es normal que os duela». «Es común que sufráis cistitis si no cuidáis la higiene». Socorro. Salid corriendo cada vez que oigáis esas frases. Eso, y la terapia que es ponerlo por escrito, es la razón de que esté contando esta movida.
Por suerte, esa «tumoración» resultó ser un quiste folicular, benigno, que reventó esa misma noche y me hizo ver las estrellas (y desangrarme un poquito bastante) y aún hoy en día me sigue dando problemitas. Quistes y tumores comparten síntomas, solo que la gravedad de uno, nada tiene que ver con la del otro.
Cosa que no he sabido hasta hace bien poquito, ya que con la saturación de los hospitales tardaron varias semanas en hacerme las pruebas para descartar malignidad (un susto que te cagas) y anularon las consultas dejándome en bragas (literalmente) y con una sensación de miedo en el cuerpo que todavía no se me ha ido del todo.
Resumiendo: chicas, exigid a vuestro médico de cabecera que os programe revisiones (mínimo anuales) con el ginecólogo sin importar la edad. Todo este drama se podría haber evitado si mi doctora no tuviera por norma que «eres muy joven, no te voy a mandar al ginecólogo si no tienes ningún problema». Porque muchas veces los médicos pueden equivocarse, como todas las personas, y no reconocer ciertos síntomas o no asociarlos a todos los posibles problemas de salud. Así que si está experiencia traumática (sí, súper traumática) me ha servido para algo (a parte de recolocarme la vida) es para concertar citas semestrales con mi ginecológa. Poco más.