Reproducimos testimonio de una seguidora:
Escribo esta historia desde la barrera de mi apacible vida de señora felizmente casada con dos hijos, como recuerdo de mis años locos de soltera. Fueron años muy divertidos que, desde la distancia, recuerdo entre risas con mis amigas. Pero, en concreto esta historia, se lleva el premio a la historia más ridícula de aquellos años.
Había un chico de mi barrio, que había ido al instituto conmigo, que se había pasado toda la adolescencia y parte de la etapa de la universidad intentando acostarse conmigo, pero por lo que fuera a mí no me terminaba de mover el piso. A veces porque yo tenía un noviete, a veces porque no me gustaba cómo se vestía y otras, simplemente, por pereza. Porque sí, siempre estaba ahí y, aunque suene feo decirlo, era como el comodín del público. Y cuando hay alguien que siempre está, dejas de verlo. Así de cruel era la situación.
Pero un día que habíamos salido mis amigas y yo de fiesta, al entrar nos lo encontramos con su grupo de amigos. Yo, que ya llevaba un par de copas encima y alguna que otra copa de vino que me había bebido durante la cena, de repente lo vi más atractivo que nunca. Iba vestido como canta Bad Gyal en su canción “fiebre”. Camiseta armani y pantalones negros. Bueno, la camiseta no es que fuera Armani, pero para el caso, viene a ser lo mismo. Y, al igual que canta ella, cuando yo le bailaba, él se volvía loco y, por supuesto que podía ver el brillo en sus ojos.
El chaval se acercó a saludarnos con los amigos y me invitó a una copa. Otra. Yo que a esas alturas había perdido la cuenta de cuánto alcohol me circulaba por las venas, y a la parte del cerebro que entiendo que debe ser la encargada de tomar las decisiones correctas, no le llegaba ni sangre ni oxígeno aquella noche. Se ve que esa noche mi cerebro eligió la opción que me gusta denominar “hazlo por la anécdota”. Me imagino a mi subconsciente diciendo “tú síguele el rollo y ya vamos viendo”.
Estuvimos hablando toda la noche. De todo y de nada. El chaval no es que fuera Góngora y lo de tener una conversación trepidante no era su fuerte, ni tampoco lo que esperaba de él aquella noche, para ser sinceros.
Total, que yo no sé si fue el alcohol, la música, lo bien que me lo estaba pasando o un poco de todo lo anterior, pero en el momento en el que se me fue acercando para bailar conmigo muy pegaditos (inciso para traducir: me estaba arrimando lo que viene siendo todo el paquete) yo no me resistí. Más bien lo esperaba. Pasamos demasiadas canciones bailando así, con besitos en el cuello y al final, una que no es de piedra, me acabé lanzando a besarlo. Yo creo que él llevaba tantos años esperando el momento que se quedó unas milésimas de segundo paralizado, pero rápidamente me devolvió el beso.
Me fue acercando nada sutilmente hasta la zona de los baños, pero una que es un poquito escrupulosa para estas cosas, le ofrecí salirnos a la calle a tomar el aire. Los baños de las discotecas son un lugar en el que no debes pasar más de los 5 minutos de rigor para hacer pis y salir pitando si no quieres coger ladillas mínimo.
Nos salimos fuera, con la suerte de que justo al lado había un parque que estaba abierto e, importante, muy oscuro y frondoso. Es muy posible que hubiera algún pervertido mirón por los alrededores, pero no me encontraba yo con la capacidad suficiente para buscar un sitio que reuniese tantos requisitos juntos: limpio, con privacidad y cómodo. Así que nos sentamos en un banco y seguimos a nuestro rollo. Cuál es mi sorpresa que, cuando le bajo el pantalón y los calzoncillos me encuentro con un anacardo arrugado. Sí, chicas, tantos años queriendo acostarse conmigo y cuando finalmente cumplo su deseo, su polla decide no cumplir con el mío de aquella noche. Intenté todas las maniobras que sabía hacer, os podéis imaginar. Pero aquello era como el globo de la Hello Kitty que le compran a los niños en la feria cuando se lleva una semana en su casa. Así que de aquella guisa y recogiendo la poca dignidad que me quedaba aquella noche, me subí las bragas, me coloqué el vestido, me colgué el bolso y me di la vuelta a lo Paloma Cuevas y cogí el camino de vuelta hasta donde estaban mis amigas.
Ni que decir tiene que el pobre intentó acabar lo que empezamos en muchas otras ocasiones, pero aquello fue algo de una noche que nunca más volvió a suceder. Ahora, eso sí, aquella anécdota nos ha dado de comer a mí y a mis amigas durante años. Porque es que para saber valorar un buen polvo, hay que tenerlos de los malos o incluso no llegar a tenerlos…