Todo empezó en junio. Harta ya de nacimientos y bodas, arrejuntamientos y otras celebraciones varias todas ajenas a mi persona (yo asistía cariacontecida a cada una de ellas como amiga-mueble, hermana-mueble o prima-mueble dependiendo de mi relación consanguínea o no con el elenco protagónico del evento), tomé la decisión de dedicar mi tiempo libre, que a la sazón era abundante en aquella época, a dar el paso que se me antojó el más sencillo en ese momento: zambullirme de lleno en la red de redes para intentar encontrar pruebas de que no, por suerte o por desgracia, yo no era la única que, con casi 30 palos, los únicos roscos que me había comido eran los que se compraban en el súper.
Busqué y rebusqué y di con unos cuantos blogs de mujeres jóvenes en situaciones similares a la mía: formadas, trabajadoras, independientes, inteligentes (hace mucho que no tengo abuelas), que por muchas señales que lanzasen al espacio no conseguían atraer la atención (no digo ya las atenciones) de ejemplar alguno del género masculino. Leí los blogs de principio a fin tomando nota de consejos y reflexiones de las autoras, y llegué incluso a cruzarme mails con ellas en un intento desesperado por dejar de sentirme el bicho raro del planeta.
Seguí sus ejemplos. Me armé de valor. Me bebí una botella de vino. Me comí una pizza. Y una tableta de chocolate. Estaba lista. Me registré en una web de contactos.
Con un perfil bastante discreto, varias fotos en las que salía entre normal y favorecida y una descripción de mis gustos y aficiones que parecía sacada del diario de Amélie, en pocos días había recibido numerosos flechazos, mensajes e invitaciones a conversar. Lo que viene a continuación os sonará: hola, guapa, ¿qué hace una chica como tú en un sitio como este?, y otras tantas líneas sacadas del Manual del perfecto capullo.
Tras un proceso de selección que no desentonaría en ninguna de las Big Four, hubo varios candidatos que superaron el corte y tuvieron la fortuna de arribar a la ansiada entrevista final: LA CITA. Los finalistas fueron (reparto en orden de aparición):
Solterito número uno. Físicamente no me decía nada, la conversación tampoco era su fuerte. Simplemente por el hecho de ser el primero pudo disfrutar de una segunda cita que, sinceramente, nos sobró a ambos.
Solterito número dos. Profesor de humanidades, apareció cargado con un mapa del tesoro que él mismo había trazado: completando la mitad con sus intereses, sus pasiones y sus sueños, pretendía que yo completase la otra mitad con los míos. Error de maestro novato: nunca se ponen deberes tras la primera clase.
Solterito número tres. Deportista. También 15 cm más bajo y al menos tan virgen como yo. Lo que menos me apetecía era tener que aprender enseñando.
Solterito número cuatro. Llegó de repente y sin avisar. Dos horas pasaron desde el primer hola cibernético hasta el primer hola cara a cara. Nos hicimos un cine y unas copas y todavía pienso en él de vez en cuando. Quedó pendiente un beso y un irme con él a su casa. Culpa todo de una sincronización desafortunada con mi cita mensual con la depilación.
Solterito número cinco. Su excusa fue un partido de baloncesto. Encantador, inteligente, interesante, ex gordo, a punto estuvo de llevarme al huerto.
Solterito número seis. Tímido, fumador, ex bebedor y mujeriego a su pesar. Con éste canté línea, bingo y todavía nos reímos de las primeras horas que pasamos juntos. Dice que quiere ser el padre de mis hijos aunque yo no termino de verlo. También discutimos y nos mandamos a la mierda de vez en cuando. No sé si será el definitivo pero de momento es un paréntesis en mi follodrama particular. Se parte cuando le hablo de empotradores y follagordas y se reconoce en ambos adjetivos sin embarazo. Y no sé dormir sin él.