Amigas, la gordofobia existe. Lo sabemos, pero como mismo por un lado aumentan los seguidores del Body Positive y nos atrevemos a mostrarnos, a aceptarnos y querernos tal como somos, nos sentimos arropad@s y comprendid@s; por el otro lado, lamentablemente, seguimos encontrando cada día personas que se empeñan por todos los medios en hacernos sentir mal, que nos avergoncemos de nosotros mismos; simplemente porque no encajamos en su idea de lo «normal». Y a veces lo consiguen, hay momentos en los que te hacen añicos la autoestima, a pesar de tenerla con callo a prueba de tantos golpes.
Por suerte tenemos vías de escape y desahogo y recursos para reforzarnos y consolarnos entre los que padecemos de vez en cuando estos episodios de acoso tan mezquino. Os cuento uno de ellos:
Soy gorda, sí señor: mido 1,70 y peso más de 100 kilos. Como la mayoría de los que tenemos tanto sobrepeso, lucho, intento, a veces consigo perder algún que otro kilillo, pero luego vuelvo a engordar, en fin…, que esto es otra historia. Una tarde de jueves salía del curro más tarde de lo habitual, cansada, agotada mentalmente, más o menos como siempre, con las fuerzas justas para llegar a casa sintiendo que había conseguido pasar otro día y el fin de semana estaba más cerca. Vivo lejos de mi oficina y normalmente tengo que cambiar dos veces de autobús. En el segundo de ellos, encontré un sitio vacío del lado del pasillo. ¡Qué suerte!, pensé…y me dispuse a intentar colocarme con toda mi humanidad, mi abrigo, mi bolso, mi portátil, mi bolsa de deportes (porque sí, también intento hacer un poco…) de modo tal que molestara lo menos posible. No es fácil ni aún siendo una persona menuda conseguir todo eso, pero bueno, estando del lado del pasillo te puedes permitir desplazarte un poquito hacia donde pasan los demás, aun a riesgo de recibir más de un codazo.
Casi no había terminado de sentarme cuando mi vecina de al lado (Una señora de unos 70 años, muy arreglada y delgada, eso sí) empezó a quejarse en voz alta: «¡Uff, me vas a hundir el asiento, siento que me voy a ahogar aquí, qué barbaridad!» Todo esto para un recorrido que en su caso era breve, pues se bajaba en la parada siguiente. Al salir, tuvo a bien decirme en voz baja: «Lo que tienes que hacer es dejar de comer».
Hasta ese momento había intentado no responder, mantener la calma, no entrar al trapo; pero en ese punto mi paciencia se agotó. Le respondí en voz bien alta para que me escucharan todos los demás, que consideraba lo suyo una falta de respeto, que no me conocía de nada ni sabía mi historia, ni mis antecedentes para dirigirse a mí de esa forma. Me respondió: «Si te lo digo por tu bien»… ¿Qué os parece?
Me quedé con ganas de bajarme conjunto a ella del bus y seguir diciéndole lo que pensaba, pero luego reflexioné, estaba demasiado cansada y me quedaba media hora de viaje aún, así que lo dejé estar. Por supuesto, me sentí mal, hundida y con unas ganas terribles de echarme a llorar. Pero me dije: La primera parte de la lucha es no dejarnos avasallar. Al final, son gordófobos insensibles que sabe Dios qué frustraciones tengan en sus vidas para sentir la necesidad de invadir el espacio de otros y agredir, así sin más.
En fin, queridos, que esto fue hace un par de semanas. Yo sigo con mi vida, sigo siendo gorda y tengo asumido que no me va a ser muy fácil cambiar mi patrón corporal. Pero también tengo muy claro que lo que valgo, lo valgo por mis cualidades como persona, entre las que están la tolerancia y el respeto. Y si me dieran a elegir, siempre preferiría mil veces seguir siendo gorda, y no dejar nunca de ser buena persona.