Después del episodio del hotel me prometí a mi misma no volver al sexo extra-matrimonial. Me concentré en ser una buena madre y esposa, limpié a fondo la cocina, lavé cortinas y horneé bizcochos. Preparé meriendas para mi hijo y sus amigos e incluso volví al grupo de whatsapp de las mamis del colegio.
En la oficina también celebraron mi regreso a la responsabilidad, ya no desaparecía en medio de la jornada, ni desconectaba el teléfono durante horas. Borré los contactos peligrosos de la agenda, eliminé correos y mensajes, no quería ninguna tentación.
Aquella falsa sensación de plenitud doméstica que a todos hacía felices me mantuvo centrada durante un breve espacio de tiempo, luego me convertí en una sombra de mi misma y ese foco que parecía iluminarme siempre se apagó.
Me sentía dividida en dos, lo que debía y lo que deseaba hacer. De cintura para arriba mi cuerpo se dejaba guiar por la razón, por lo apropiado, pero de cintura para abajo me dominaba el deseo, la pasión y unas ganas tremendas de volver a sentir todos aquellos orgasmos. Fueron semanas de lucha entre ambas mitades y al final ganó la inferior el día que me masturbé a escondidas en el baño fantaseando con estar acompañada.
Ese día abrí la cerradura de una puerta que conducía directamente al mundo del placer y el rito del onanismo se convirtió en algo tan habitual que el simple hecho de tener que retrasarlo provocaba en mí una irritabilidad propia de una adolescente en plena efervescencia hormonal.
Durante un par de semanas me sentí satisfecha con aquella situación. Mis manos parecían ser suficiente antídoto para calmar el deseo que brotaba de mi sexo. Pero un día de pronto mis dedos no me calmaron, supe que estaba irremediablemente perdida y me dio igual. No me sentí culpable, no me sentí sucia, simplemente quise volver a SENTIR.