Reproducimos testimonio de una seguidora:
Solo vivimos en Valencia un año, pero el año entero nos lo pegamos entre dos bares, y uno de ellos era el de debajo de casa, en uno de los barrios más a las afueras. Y en ese bar, tanto los dueños como casi todos los clientes, eran gente con mucha calle, un rollo así macarrilla que nos hacía mucha gracia a Alicia (mi compi de piso y amiguísima del alma) y a mí. No pasaban por allí muchas mujeres, así que teníamos con los tíos (lo mismo jóvenes, que mayores, que jubilados) un rollito de piropeo entre agradable y faltón que aceptábamos porque nos daba un poco igual todo, la verdad. Uno de los dueños, el mandamás, nos tenía un poco de asco y se le notaba un montón por las caras que nos ponía en cuanto aparecíamos por allí, no nos ponía ni una miserable tapa ni unos tristes cacahuetes hasta que se lo pedíamos descaradamente, y cuando otros camareros se portaban con nosotras y nos sacaban alguna cosilla de más por ser clientas habituales, el tipo torcía el morro y a veces les echaba la bronca delante nuestra, bastante descarado.
Un día, con la llegada del veranito y coincidiendo que librábamos Alicia y yo el mismo día, que eso no pasaba casi nunca, nos pegamos allí toda la tarde desde después de comer hasta casi la hora de cerrar. Nos bebimos ni sé cuántas cervezas, vacilamos a todo el personal, nos reímos muchísimo… en fin, de esas tardes que dan gusto. Pues al marchar, por lo visto se nos fue la olla y no pagamos. Ni siquiera se nos pasó por la cabeza, del pedo que llevábamos, y eso que la cuenta pasaba de los 70 euros entre unas cosas y otras. Pero nada, nos fuimos a casa agustísimo y nos pusimos la tele y nos quedamos inconscientes las dos en el sofá.
De repente llamaron al telefonillo y saltamos las dos del sofá, porque era muy raro que llamaran a esas horas, y cuando descolgamos, era uno de los camareros (no sabíamos muy bien cómo había adivinado el piso) partiéndose el culo y diciéndonos que a ver qué rollo, que habíamos desaparecido de allí sin pagar, y que el jefe (el que nos odiaba, básicamente) llevaba un pique que no veas y que nos había puesto él la pasta, pero que mucho cuidadito con no devolvérsela al día siguiente. Nos quedamos acojonadas, porque a pesar de ser este uno de los camareros con los que nos llevábamos guay, le habíamos notado un tono que daba un poco de miedo.
Al día siguiente, al punto de la mañana, bajamos al bar las dos, con nuestras legañas y nuestras miserables resacas, a pagarle al camarero. Currábamos las dos de tarde y estábamos derrotadas. Le dimos la pasta pero notamos un ambiente super hostil, nada que ver con el día anterior, pero bueno, lo achacamos un poco a la resaca y punto, tampoco nos rayamos mucho más. Pero al ir las dos a coger mi coche para ir a currar, nos lo encontramos con las cuatro ruedas en el suelo. Me quedé blanca. Las había cambiado hacía poco porque estaban desgastadas y cuando me acerqué vi que la raja que tenían no era de las que se arreglan: estaban destrozadas adrede. He de decir que yo no caí en ese momento, pero Alicia dijo enseguida: “el polli” (que era como le llamaban al tío rancio del bar).
Yo al principio le dije que estaba loca, “cómo nos van a rajar las ruedas, tía, si estamos todo el día allí”, pero conforme más lo pensaba, más creía que tenía razón ella. Le dije a Alicia de ir al bar y ella no quería, era partidaria de pagar las ruedas (a medias) y olvidarnos del tema, pero yo no lo iba a dejar ahí, así que fui sola. Era mi coche. Fui super directa y le dije al desgraciado ese “¿tú me has pinchado las ruedas del coche?” y el tío me dijo que no mientras ponía la primera y única sonrisa que le vi en la vida. Lo dejó clarísimo. Así que nada, me mordí la lengua porque solo tenía las de perder, y me fui a mi casa llorando de la rabia. Evidentemente jamás volvimos al bar y a los pocos meses nos cambiamos hasta de ciudad, pero la rabia todavía me dura.