Reproducimos un testimonio que nos llega a [email protected]
Mi familia se reía de mí por estar gorda
Siempre he estado gorda. A temporada más gorda que otras, pero he sido así desde que nací. Me crié gordita y esa ha sido mi tónica general.
No tengo muy claro por qué, ya que ni nadie en mi familia lo es, mas bien todo lo contrario. Y esto es lo que más difícil y cuesta arriba se me ha hecho siempre.
Personalmente, me ha costado años aceptar que mi cuerpo es el que es. Ahora que soy adulta me voy queriendo cada vez más, pero es que mi familia, más concretamente mis tíos y primos, no me lo han puesto nada fácil.
Ellos siempre han sido delgados y muy deportistas. Mi prima atleta y mi primo culturista. La típica familia que pasa su semana y finde dedicados de lleno a su cuerpo y el deporte. Que oye, no lo crítico, cada cual que invierta su tiempo en lo que quiera. El problema es que ellos sí me han criticado a mí desde que era pequeñita.
Cuando éramos niños se mofaban de mí por gorda. Bueno, éramos unos críos, pensaréis. La cosa mejoraría conforme nos hiciéramos adultos, pero no. Nada más lejos de la realidad. Siempre me han intentado infravalorar por pesar más que ellos.
Daba igual que fuera estudiosa, acabara mi carrera universitaria y mi máster, cosa que ninguno de ellos tenía, tuviera un trabajo estable desde bien jovencita o estuviera rodeada de amigos maravillosos que me quieren por como soy. Para ellos, tanto para mis primos como para mis tíos, todo eso no valía para nada porque estaba gorda.
En cada reunión familiar lo dejaban caer de alguna forma. A veces con pullitas, otras convirtiéndome en la diana de modas camufladas en bromas. Daba igual como, pero en casa comida o cena familiar, se hablaba de mí y me recordaban lo que yo ya veía en el espejo, que estaba gorda.
Estuve muchos años haciendo como que no me afectaba, aunque sí lo hacía. Llegaba cualquier acto familiar y me entraba cierta ansiedad porque sabía que yo iba a ser centro de la conversación y no precisamente para alabarme. Estaba claro que ellos se sentían superiores a mí y querían decirlo alto y claro.
Me fui haciendo mayor y lo que antes toleraba, ya no estaba dispuesta a hacerlo. Decidí que yo tenía el mismo valor que ellos, o más. Porque jamás había intentado hacer sentir a nadie de menos. Y por todo esto merecía respeto.
Llegó el cumpleaños de mi tío y nos juntamos a comer. Mi primo, que por aquel entonces ya me caía como el culo, empezó a hablarnos de sus progresos en el gimnasio. Su índice de masa y grasa corporal, y de la dieta que estaba siguiendo para ello. Entonces, soltó la perla final: “Prima, si quieres te paso la dieta, que buena falta te hace, jeje”.
Ahí ya no pude más. Solté los cubiertos, le miré con cara de odio y le dije que estaba claro que él era culturista físicamente hablando, porque de cultura iba justito. También le solté que estaba muy bien que en su familia se dedicaran a cultivar el cuerpo, pero que la mente también se cultivaba, y que estaba claro que eso lo habían dejado de lado hacía mucho tiempo, o que quizás nunca lo habían hecho.
Toda la mesa se quedó en silencio durante unos segundos y, como no, después me dijeron que me había pasado 20 pueblos, que como podía ponerme así, cuando todo lo que habían dicho de mí era bromeando y en confianza, etc.
Vamos, que por una vez que decidí plantar cara a tanta mierda desde hacía años, me convertí en la mala de la película que no sabe aceptar bromas.
Estuvieron unos meses que casi no me hablaban y desde entonces, la relación no ha sido la misma. Pero ¿Sabéis qué? Que me alegro mucho. La relación no es la misma porque marqué límites. Quizás no de la mejor manera, pero los marqué, y desde entonces no vuelcan en mí las inseguridades que, a pesar de tener cuerpos 10, tienen en ellos mismos.