Reproducimos texto de una seguidora enviado a [email protected]
A día de hoy me consta que mi suegra adora a mi perrete como si fuera su nieto de cuatro patas, pero esto que voy a contaros causó que me tirase más de un año sin hablarla y sin pisar por su casa.
Todo empezó una lluviosa y oscura tarde de invierno cuando yo volvía a casa tras una agotadora jornada de trabajo. Una compañera me acababa de dejar cerca de mi portal, al que había que acceder por una estrecha callejuela por la que no podían circular los coches, por lo que no me quedaba otra que recorrer esos metros bajo el diluvio que estaba cayendo, y fue en esos escasos metros cuando me lo encontré: un cachorrito blanco y marrón muy delgado corría delante de mí a buscar refugio en mi portal.
Lo recogí, avisé a mi novio de que iba a llegar un poco más tarde y le conté un poco por encima la situación y allá que me fui con el perrito a la comisaría de la policía local, que por suerte no estaba demasiado lejos. Yo estaba convencida de que el animalito se habría desorientado por la tormenta, de que tendría microchip y de que sin duda su familia lo estaría buscando, pero no fue así: no tenía chip y no constaba denuncia, y la policía que me atendió me dijo que si se quedaba el perro allí ellos tenían obligación de dejarle en la perrera, y que meter a un cachorrito tan pequeño en una jaula con el frío que hacía… total, que se quedaron con mis datos y me dijeron que si aparecían los dueños me avisarían.
Lo pusimos también por redes sociales, pero pasaban los días y nadie preguntaba por el pequeño, sólo un par de personas que me dijeron que si no aparecían los propietarios no les importaría adoptarlo pero que a la hora de la verdad se echaron para atrás, una porque al final adoptó a otro perrete y la otra porque no sabíamos qué tamaño iba a tener el perro y no quería un perro demasiado grande.
Así que pasaban los días y mi novio y yo, que habíamos decidido en un primer momento entregarlo a una protectora si no aparecían los dueños, empezamos a postergar el asunto, porque lo cierto es que el muy granuja nos había robado el corazón.
Y aquí entra en escena mi suegra, a quien siempre le han gustado los animales que no requieran demasiada atención y que puedas tener en un espacio reducido, como pueden ser los peces de colores, los periquitos, cosas así. Entendedme, todos los animales requieren que sus necesidades sean cubiertas, pero los peces o los periquitos no necesitan que les saques a pasear al menos un par de veces al día, y según mi suegra eso era una inversión de tiempo que ni mi novio ni yo nos podíamos permitir debido a nuestros trabajos, a pesar de que mi novio trabaja por las mañanas y yo tengo turno de tarde. De vez en cuando nos soltaba alguna pullita, nos preguntaba que si ya habíamos encontrado adoptante para el perro, nos hacía comentarios sobre lo esclavo que puede ser tener perro (a pesar de que yo llevo teniendo perros toda mi vida y soy bastante más consciente que ella del tiempo que hay que dedicarles) y en fin, nos mostraba de muy diversas maneras que no consideraba que estuviéramos preparados para tener un perro.
El día que le dijimos que ya le habíamos puesto el microchip a mi nombre creímos que por fin se daría cuenta de que la decisión de quedarnos con el perro era definitiva, pero ¡ay, amigas! nada más lejos de la realidad. Y es que resulta que la buena señora, por iniciativa propia y sin consultar nada a nadie, había puesto en Facebook una foto de nuestro perro diciendo que buscábamos adopción para él, y como nosotros no usamos esa red social no nos enteramos de nada hasta el día en que fuimos a comer a su casa y nos soltó, tan tranquila y con todo su papo, que mejor hubiera sido que fuésemos al día siguiente, ya que había quedado con la persona que iba a adoptar a nuestro perro para que fuera allí a recogerlo. Yo me atraganté con la sopa; mi novio se quedó con la cuchara a medio camino y sólo acertó a decir: ‘’pero mamá, si sabes que hace ya unos días que le chupamos y le pusimos a nuestro nombre’’. ‘’Ya, bueno, pero el chip se puede cambiar a nombre del nuevo propietario, que me he estado informando y por eso no hay problema’’, contestó ella haciendo caso omiso al hecho de que la vena de mi frente estaba a punto de explotar. Y estallé, vamos que si estallé, creo que muy pocas veces en mi vida me he puesto como me puse aquel día.
Me levanté de golpe de la silla, cogí a mi perro en brazos y la dije que era una arpía, que estaba hasta el coño de que tratase de hacer y deshacer a su antojo en nuestras vidas, que el perro era mío y se iba a quedar conmigo le gustase o no, no ya con su hijo, CONMIGO y que no se preocupase, que si tanto la molestaba no nos volvería a ver ni al perro ni a mí. Dicho esto salí pegando un portazo y mi novio salió detrás de mí, aunque tras acompañarnos hasta el coche nos dijo que iba a subir un momento a tratar de aclarar las cosas con su madre. Cuando regresó no quise preguntarle, pero dado que no tardó más de cinco minutos supongo que no hablarían mucho. Evidentemente, tras esto dejé de ir a casa de la señora, en más de un año sólo nos vimos una vez porque vino al cumpleaños de mi novio y me dirigí a ella lo justo y necesario, a pesar de que ella se mostraba conciliadora y daba muestras de cariño a mi perro. Tampoco dejaba que mi novio se llevase al animalito a casa de mi suegra, porque por más que él estuviera allí tenía motivos más que de sobra para no fiarme de ella, no me hacía ni puta gracia que mi perro estuviese en una casa en la que, a mi juicio, no se le quería.
¿Y cómo termina esta historia? Porque si pensáis que mi suegra llegó a disculparse, estáis muy equivocadas; sin embargo, me di cuenta de que para mi novio, nuestro perro era tan parte de nuestra familia como lo es para mí, y para él también era importante disfrutar de él junto con su madre y su hermana; además, me daba cuenta de que le dolía que yo hubiera dejado de ir a casa de su madre mientras que él seguía viniendo a casa de mi familia a pesar de que, para qué vamos a engañarnos, él también podría echar muchas cosas en cara a los míos (si bien no tan graves, todo sea dicho). Así que empecé a ceder poco a poco, primero dejando que se llevase al perro y demostrándole que confiaba en él para hacerse cargo, y poco a poco empecé a dejarme caer otra vez por casa de mi suegra, y debo decir que el cambio que presencié me sorprendió para bien: se había aficionado a salir con nosotros de paseo por la mañana temprano, consentía a nuestro perro y dejaba que se durmiese la siesta con ella en el sofá, se preocupaba de corazón por su bienestar…en fin, que no se disculpó pero tampoco hizo falta. Yo me alegro de haber enterrado el hacha de guerra, mi salud mental también lo nota y mi perrito ha pasado de ser un perro callejero a ser el niño mimado de su familia.