Hace poco la youtuber Andrea Compton denunciaba haber encontrado un hilo en el que se dedicaban a despellejarla por su físico, un hilo principalmente formado por mujeres. Ante esto, surgieron comentarios clásicos como “las mujeres somos muy malas entre nosotras” o “el peor enemigo de una mujer es otra mujer”.

Personalmente, ambos me parecen mitos, ya que para mí resulta una evidencia que existe gente buena y mala en ambos sexos. Tanto te pueden despellejar en Foros Vogue, en su mayoría mujeres, como podrían haberlo hecho en Forocoches una mayoría de hombres.

Así y todo, parece que lo que para mí es una evidencia no lo es tanto para quienes reproducen esos tópicos sin pararse a pensar en el fondo de estos comentarios. Cuando se habla de que las mujeres somos más “malas”, habría que plantearse también de dónde viene esa supuesta maldad.

A lo largo de la historia, la mujer siempre ha sido señalada como “mala” por tentar a los hombres sirviéndose de su físico u otras ardides, un topicazo que se repite desde Adán y Eva hasta numerosas películas en nuestros días. Ella le engatusa y él, pobrecito, cae rendido sin tener ni una pizca de culpa. Ella es siempre la mala, la culpable.

Sin embargo, nadie se plantea que durante siglos la única forma de subsistencia que tenían las mujeres era el matrimonio. Incluso podías “casarte bien”, que significaba encontrar un marido de una posición social superior a la tuya, ya que esa era la única forma que tenías de ascender en la escala social.

Obviamente, para encontrar un buen marido tenías que competir con otras mujeres. Esto significaba estar más guapa, ser mejor esposa, hacerlo todo mejor… y, por supuesto, en el caso de las más pícaras tratar de desbancar a tu rival desprestigiándola de algún modo.

Todo esto puede sonaros medieval, pero la realidad es que es un modelo que se ha perpetuado incluso después de la incorporación de la mujer al mercado laboral. Sí, es cierto que ahora ya no necesitamos casarnos bien para ascender en la sociedad, pero no es menos cierto que nos encontramos con nuevas formas de desigualdad a la hora de encontrar trabajo y lograr un puesto de mando.

Este mismo año, un estudio publicado en la revista científica Scientific American demostraba que frente a dos currículums idénticos de un hombre y una mujer  se valoraba peor a las mujeres y se les ofrecía un sueldo más bajo. Lo que de unas décadas a esta parte hemos venido a llamar “brecha salarial”. Además, en una sociedad en la que la mayoría de puestos de liderazgo los siguen ocupando los hombres, las mujeres se siguen viendo obligadas a competir entre ellas por alcanzar el éxito. Pero aún hay más: cuando ellas llegan al liderazgo, tienen que desenvolverse con mano de hierro para conseguir el mismo respeto que al hombre se le otorga per se.

A menudo, las mujeres en posición se liderazgo se quejan de lo mucho que les cuesta obtener el respeto no sólo de los hombres, sino también de las mujeres que dirigen. En el trasfondo de todo esto se encuentra la sensación de que una mujer no puede ser líder y todavía a muchos y muchas les cuesta asumir órdenes de una mujer.

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Quizás os preguntéis cómo puede seguir pasando esto en el siglo en que nos encontramos. Bien, por mucho que nuestros padres nos hayan tratado de educar en la igualdad, nuestra personalidad no es solo fruto de lo aprendido en casa, sino de todo un proceso de construcción de la identidad que bebe de cualquier fuente de nuestro entorno: la escuela, la publicidad, los amigos o las películas.

Todo esto hace mella a la hora de forjar nuestro propio criterio, el que luego nos sirve para juzgar qué está bien y qué está mal para nosotros. Y, desafortunadamente, hemos recibido demasiados mensajes a lo largo de nuestra formación como personas que nos decían que la mujer está mejor siendo sumisa que líder.

De modo que sí, puede que exista una mayor competencia entre mujeres, pero no somos malas por naturaleza. Esta competencia es fruto del machismo y ha estado a su servicio históricamente, por una parte haciéndonos más débiles al separarnos, lo que ha ayudado a perpetuar este modelo de sociedad, y por otra situándonos es en esa posición de inferioridad por la cuál se nos exige más que a ellos para lograr lo mismo.

El peor enemigo de una mujer no es otra mujer y, por supuesto, no deberíamos participar de ello. Deberíamos plantearnos qué bien estamos aportando al juzgar a otra mujer por su físico, o por ser más desinhibida, o quizás por liderar con mano dura. Es más: deberíamos romper el silencio y dejar de ser cómplices de esta competitividad que nos perjudica en las situaciones más cotidianas. Cuando tu amiga te cuenta que su novio le ha puesto los cuernos, no llames “guarra” a la amante, llámaselo al novio.

El feminismo tiene una palabra preciosa para definir todo esto: sororidad, que consiste en la alianza entre mujeres para sumar en lugar de competir. Esto sirve, por ejemplo, para derribar las imposiciones estéticas que nos han dicho que está mal ser gorda, el absurdo motivo por el que criticaban a Andrea Compton.

No podemos lograr que nos valoren sin importar nuestro sexo si nos dedicamos a criticar a otras mujeres por cosas que no se cuestionarían en un hombre. Huir de esta competencia y abrazar la sororidad, al más puro estilo Loversize, sirve para actuar juntas como una sola voz y conseguir lo que sería imposible si seguimos divididas.

Carmen Porcel