Mi exmarido es musulmán.
Seguramente aquí ya os estáis llevando las manos a la cabeza y pensando en la de veces que hemos leído historias de terror en el foro con precisamente este tema, pero una siempre piensa que va a ser la diferente, que a ella no le va a pasar y que, si pasase, se daría cuenta antes de que fuera tarde.
Yo no creo que me diera cuenta tarde, quizás no al principio, pero no tarde, porque tuve el valor de separarme sin mirar atrás.
Durante nuestra relación de novios nunca tuvimos problema. De verdad, nada de tópicos. No quiso que me pusiera velo, no me dijo que quería que siguiera su religión, no me impuso nada, respetaba todo, no ponía malas caras… Todo muy saludable. De hecho, muchos de mis amigos nos usaban como ejemplo de que realmente se podía tener una relación con diferentes religiones y no pasaba nada.
Yo soy atea, las religiones me dan más bien igual, pero él es muy buena persona y en parte se lo atribuí a su religión, a esa devoción que sienten y a esa comunidad que tenía y que cada vez que yo iba a visitarle, me recibían con los brazos abiertos. Así que nunca me pareció mal nada de lo que hacía, tampoco era el típico fanático, pero sí que rezaba y teníamos una habitación de la casa destinada a eso.
Nos casamos por lo civil, sin iglesia y sin mezquita, a él le pareció bien como punto intermedio y me insistía en que no necesitaba que nos casásemos con sus ceremonias, que él quería una vida conmigo y que lo demás le daba igual.
Como os digo, todo iba perfecto, nos pusimos a buscar el embarazo y cuando vi las dos rayitas azules en el predictor y se lo dije, creo que es la vez que más le he visto llorar en su vida. Estábamos los dos muy emocionados, preparamos todo en la casa, íbamos juntos a las ecografías, todo perfecto. De verdad, es que no había manera de saber que algo podía ir mal.
Cuando estaba de 8 meses, me dijo que, según su tradición, al bebe había que raparle la cabeza poco después de nacer. Le dije que ni de coña, que no me parecía bien y que ya se podía olvidar.
Él se empezó a reír y me dijo que solo me lo comentaba, que no pasaba nada, que no entendía porque me había puesto así, si al final es algo que no hace daño al bebé. Que, en cambio, en mi cultura, les perforamos las orejas por el hecho de ser mujeres cuando son muy pequeñas y que eso sí que genera dolor y posibilidad de infección. Le dije que estaba de acuerdo, pero que precisamente por eso, a nuestra hija no se le iban a hacer pendientes, y que por supuesto tampoco se la iba a rapar. Él le quitó importancia y ya no volvimos a hablar del tema. Yo lo di por cerrado.
Cuando nació mi hija, vino toda su familia a verla y a traerle muchísimos regalos. Todos se alegraron mucho, la agasajaron y la mimaron. Le trajeron ropitas típicas de su cultura y parecía una princesa. Hablaron entre ellos en árabe en algunos momentos y no le di importancia, pero ahora veo que hablaban de cuando y como rapar a mi hija.
No tenía ni tres semanas, un día que teníamos los dos libre, me dijo de quedarse con la peque y que yo fuese a la peluquería, de compras, a hacerme las uñas o lo que fuera para sentirme guapa otra vez, para mimarme. Yo lo vi como un gesto bonito y acepté.
Les dejé solos 2 horas, no llegó a dos horas. No era capaz de estar más tiempo separada de mi hija. Y cuando llegué a casa, me la encontré con el pelo completamente rapado.
Me horrorizó y empecé a pedirle explicaciones y a gritar a mi marido, que estaba más frío que nunca y me habló muy cortante.
Me dijo que él había cedido en demasiadas cosas conmigo, que yo no le respetaba y que esta era la única cosa que él había pedido para su hija, que para su familia era importante y que yo debí ceder, pero como me había malacostumbrado, decidió hacer lo que hacía yo, imponerle lo mío. Me contó que había venido su hermana y que se lo habían hecho según la tradición, que la niña estaba bien y que era yo la que le estaba poniendo nerviosa con tanto grito y tanta rabia.
Intenté tranquilizarme, cogí la niña y me fui a casa de una de mis amigas, le conté lo que había pasado y me pasé llorando toda la tarde. Cada una de las palabras que había dicho se me clavaron en el pecho y me dieron miedo, porque podía ver perfectamente lo que me esperaba en la relación a partir de ese momento. Así que, de una manera algo impulsiva, en caliente y sin mirar atrás, decidí separarme.
Cuando llegué a casa, se lo dije y empecé a hacer las maletas. Él, lejos de intentar convencerme, estaba enfadado, muy serio, no dijo nada. Me maldijo en árabe un par de veces e hizo algunas llamadas. Pronto empezaron a llamarme su madre y su hermana, las dos con la misma cantinela, que es una tradición, que estaba exagerando… Pero yo no pensaba echarme atrás.
Me fui con mi niña y nos divorciamos tan rápido como pudimos. Tuve que aguantar muchos comentarios tipo “ya sabías donde te metías”, “era cuestión de tiempo”. ¿Y sabéis qué os digo? Que ahora creo que son verdad.
Pero también creo que hice lo que tenía que hacer y os aseguro que mi hija no va a volver a pasar por algo así.