Esta historia, por suerte para mí, no llegó al plano físico como muchas otras; sin embargo me hizo pensar mucho.
Tras un accidente me vi obligada a guardar reposo durante un par de meses, ya que el impacto había afectado a la columna vertebral. En este momento, sola, en el extranjero, me sentí muy, muy vulnerable. Para mi sorpresa mucha gente se ofreció a ayudarme. Uno de los más interesados era un chico de mi ciudad, con el que perdí el contacto hace años cuando se marchó a vivir a UK y hacía unos meses que habíamos retomado el contacto por RRSS. Tal era su preocupación por mí, que el finde que me dieron el alta, me dijo que quería venir a mi casa y yo acepté, agradecida, porque ni física ni anímicamente me encontraba muy bien y me agradaba la idea de tener a un amigo conmigo.
Su actitud al llegar me pareció extraña. Me tiraba pullitas, cosa que llevaba meses haciendo, pero cuando le preguntaba, se hacía el loco. Ambos nos contábamos nuestras cosas con otras personas, así que yo no le daba más importancia. No obstante, era la primera vez que íbamos a compartir habitación (vivo en un piso compartido y no hay más espacio) y me estaba resultando incómodo.
Estábamos los dos en la cama viendo una peli y yo notaba cómo se iba pegando a mí. Le pregunté, directamente, a qué había venido. Después de un rato haciéndose el tonto otra vez, me confesó que en parte quería acostarse conmigo. Ok, le dije que yo con él no. Insistió. «¿Por qué no?» Le expliqué los motivos (que ahora pienso que no tendría por qué haberle explicado). «Por favor». No. Y aunque quisiera, apenas puedo moverme, no. «Lo hago despacio, con cuidado». He dicho que no y déjame descansar. «Por favor, quiero tocarte».
No sé cuánto tiempo estuvo así, a mí se me hizo eterno. No faltaron frases como «te has acostado con tantos… ¿Por qué ahora conmigo no?¿he llegado tarde?» o «¿qué quieres decir cuando dices no?». Al rato empezó a pedirme que le mandara al sofá, como si fuera un niño de dos años que no puede actuar por sí mismo. Le volví a pedir que me dejara descansar. «Te doy un beso en la mejilla y un abrazo y me voy al sofá». De propina me dio un mordisco en el cuello que fue lo que me hizo mandarlo al sofá definitivamente, aunque, según él, lo iba a hacer igual.
Al día siguiente salía su vuelo. A los pocos días me dijo por Whatsapp que por qué estaba tan seca con él. Le expliqué que me había hecho sentir muy incómoda al forzarle a irse al sofá, como si tuviese que educarle. La respuesta fue épica y todavía la guardo en la aplicación para releerla cuando dudo de si fue verdad: «Ponte en mi lugar. Me estás tratando muy mal y ni siquiera te toqué. No me merezco esto». Son sólo algunas de las perlas que tuve que leer.
Callé por un tiempo. Me sentía tonta por haberle invitado y haberle metido en mi cama. Si no le hubiese preguntado nada, no habría salido el tema y no habría pasado nada. Pero no. Por fortuna recapacité. ¿Tengo que dejar de invitar a mis amigos a casa por lo que pueda pasar? ¿Tengo que sospechar de cada hombre? ¿Tengo que cuidarme mejor y evitar ciertos temas? No, no y no. Yo no sospecho de mis amigos, son personas que me quieren y me cuidan. Me niego a ir con miedo por la vida, midiendo mis palabras y privándome de decir lo que quiera.
Las mujeres somos tan libres como los hombres. No dejéis que ninguno os imponga límites. Superad los prejuicios. Todos somos personas y es injusto que además de hacernos pasar un mal rato, nos quieran cargar la culpa. Ya está bien de ponernos en el lugar del otro.
¡Ánimo a todas, sois valientes!