Me explico, me cago de miedo con los bichos disfrazados de dibujos animados que pululan por las calles del centro de Madrid. Sé que son personas que se ganan la vida haciéndose fotos con los turistas y haciendo globos para los niños, pero tuve una dura experiencia y se me ha quedado traumita. Para los que vivís en Madrid puede que sea normal, pero para alguien de un pueblo de Zamora, no lo es. 

Cada uno tiene fobia a lo que le apetece, en cuanto al mundo infantil nos referimos, payasos por culpa de algún susto circense, muñecas de porcelana por culpa de alguna tía abuela, animales, un fin de año sufrí la mía propia, os la cuento.

Viajamos en el puente de diciembre con los niños a la capital, era la primera vez para mis gemelos de cinco años, iba a ser toda una experiencia y lo había organizado todo a la perfección. No me había dejado fuera de la agenda ni un lugar repleto de gente, ni una tradición, ni un tópico.

Reservé un céntrico hotel en Gran Vía para desentendernos del coche y empaparnos de ese ambiente que tantas veces habíamos visto en la tele, los niños estaban entusiasmados, mi marido, complacido y paciente, sonreía sin parar.

Llegamos de noche, nos recibieron millones de luces de colores con mil formas y millones también de personas que inundaban las calles, establecimientos y cualquier rincón inundable, pero nos daba igual, éramos parte del espectáculo.

Tras el típico desayuno al día siguiente en San Ginés, que por si alguien no lo conoce, es la típica churrería escondida en un pequeño callejón, jugamos a perdernos entre los puestos de la Plaza Mayor y caímos en la tentación de comprar unos absurdos gorros y pelucas que todo el mundo lleva pero tienen que ver CERO con la navidad. 

El bocata de calamares no nos lo quitó nadie de la boca, degustado a lo madrileño, de pie en la calle rodeados de gente haciendo lo mismo con cara de satisfacción. Las patatas bravas tampoco podían quedar fuera de nuestro tour gourmet y ya con el estómago asentado tras dos horas de cola para ver un belén típico y clásico, nos adentramos en el mundo Cortylandia.

Que por si hay alguna despistada por ahí, es una especie de escenario enorme que ponen en la pared del centro comercial más famoso de esa zona, las figuras se mueven y la música inunda la calle. El pase acababa, los niños no paraban de cantar la dichosa canción, la multitud iba abandonando la calle y decidimos esperar a que se disolviera aquella manifestación de júbilo.

Uno de mis pequeños llamó la atención sobre un Pocoyó que hacía globos con formas de animales, mi marido se acercó y le dio unas monedas al pobre hombre que amable, se hizo un par de fotos con los niños, los cuales estaban pletóricos.

Mi problema empezó justo después, cuando la persona humana que portaba el tan mal hecho muñeco, benditos cinco años que hacen que te creas todo sin dudar, se despojó de su cabeza( la de Pocoyó me refiero, no la pegada al cuello por piel). Y tras toser como si se fueran a salir sus dos pulmones a la vez, echó un escupitajo, por decirlo de la forma más fina posible, que hizo las delicias de las miles de arcadas que me inundaron por completo.

Consciente, mi marido, nos sacó de allí de inmediato evitando las preguntas de los niños que veían como se les caía un mito encima.

NO GRACIAS

De camino a no tengo claro donde porque mi estómago estaba más revuelto que Kansas tras un tornado, tuvimos la gran idea de acortar por Sol, donde decenas de compañeros de Pocoyó daban vueltas, se nos acercaban, yo los veía como en las pelis de terror cuando te drogan y todo está borroso.

Mis ganas de llegar al hotel casi me dieron el poder de volar, de lo rápido que fui capaz de cruzar aquella plaza. De fondo escuchaba las risas de mi marido y a los niños protestar, un cuadro.

La tarde la pasamos en Aranjuez, un precioso lugar alejado de todo lo que íbamos buscando y de lo que íbamos huyendo.

Os aseguro que cada vez que voy a Madrid, evito esa zona para no tener que enfrentarme a esa fobia navideña que me dejó traumatizada para siempre.

 

Foto destacada de Telemadrid

 

Anónimo