De pequeña, yo era una marrana. Una guarra. Una cerdita con todas sus letras.

No hablo de lo típico que hacen los niños como intentar comerse las cosas del suelo o de revolcarse por los charcos en un día lluvioso. Ni de que yo fuera una enana cuando hacia estas cosas. Tendría ya mis 8-10 años.

Por ejemplo, mi cerdada favorita era comerme los mocos. Me encantaba. Los pañuelos estaban sobrevalorados si la alternativa era poder darme un festín de esos pequeños moquillos que encontraba en mi nariz.

Un día, en el cole, pillaron a un compañero buscando petróleo y empezaron a reírse de él. Allá que salí yo a la pizarra a comerme un super moco al grito de “¿y qué tiene de malo? ¡Están ricos!”.

Así es Andrea. Cerdita, pero nunca pro bullying.

Luego, estaba el tema de mis dientes.

Me pasé toda mi infancia sin lavarme los dientes. Para que mi madre no se enterara, iba al baño, abría el grifo, me comía un poco de pasta de dientes que me frotaba con el dedo, y tiraba un poco de pasta por el lavabo para que todo pareciera lo más real posible.

Nunca me pillaron, pero mis visitas al dentista han sido constantes desde los 13-14 años, y no precisamente baratas.

Mi dentista de toda la vida se ha jubilado, y los rumores dicen que se ha comprado una isla privada en las Bahamas, donde vive rodeado de lujos financiados con mi dinero.

Para terminar de escandalizaros, aunque igual ya estáis curadas de espanto, os voy a hablar de la ducha.

No me preguntéis por qué, pero la odiaba con todas mis fuerzas. En la piscina o en la playa era un pez y no salía de allí ni a tiros. Pero la bañera era harina de otro costal…

Tenía todo un ritual para pretender que sí me había duchado.

Lo primero, era asegurarme de que mis padres estuvieran ocupados como para no venir a controlar, así que remoloneaba hasta que mi madre empezaba a hacer la cena, y mi padre se encargaba de poner a mi hermano a dormir.

Iba al baño, abría el agua caliente para que los cristales se empañaran. A continuación, cogía los juguetes de mi hermano, las botellas de champú y todo lo que pillara y lo ponía debajo de la ducha, para que el agua sonase a que había alguien debajo. Luego me mojaba el pelo un poco con un flusflus (o como narices se llame).

Una vez todo listo, mojaba la toalla y encendía el secador para pretender que me secaba el pelo (y poder justificar que solo estuviera húmedo cuando salía de la ducha).

Tiempo total de una ducha: 15 minutos

Tiempo total fingiendo ducharme: 40-45 minutos.

Todo un genio era yo, ¿verdad?

Me costó varios años entender que mis padres sabían la verdad. Por eso, bastante a menudo me mandaban a bañarme con mi hermano, o mi madre decidía que íbamos a pedir una pizza para cenar, o cualquier otra excusa que hiciera que uno de ellos estuviera libre para “ayudarme a lavarme el pelo”.

Por suerte para la humanidad (o al menos para quienes me conocen), en algún momento evolucioné y me convertí en una persona más o menos normal y funcional, limpia y escoscá.

Os prometo que ahora me doy mi ducha diaria, tengo mis pañuelos en el bolsillo y mi cepillo de dientes siempre dispuestos.

Y vosotras, ¿tenéis algún secreto inconfesable?

Andrea.