A veces la vida no sale como una planea y creo que la historia de mi vida es el ejemplo claro de esta realidad. Si cuando era adolescente alguien llegase del futuro y me dijese cómo me iba a ver ahora no me lo creería ni de broma… Pero debo decir que tal y como van sucediendo las cosas ahora, he salido ganando.

A los 20 años, en plena carrera, me quedé embarazada. Cuando se lo dije a mi novio de toda la vida me dijo que era lo que siempre había soñado y que por eso se había quitado el preservativo las últimas veces.  Llevábamos juntos desde los 16 y no me había dado cuenta hasta ese momento de cómo su mente había evolucionado. No lo acusaré cosas que no hizo durante la relación porque hasta ese momento todo fue… Normal. Sin más. Pero en el momento del positivo en el predictor, todo cambió. Me dijo que yo tenía demasiadas aspiraciones profesionales y que se me estaba olvidando que él quería una familia tradicional (hasta el momento no había dicho nada de esto nunca, solamente fantaseábamos con vivir juntos pronto). Yo acudí llorando a mi madre, que me abrazó, me recomendó romper la relación y me ofreció toda su ayuda.

Mi novio pretendía venirse a vivir con nosotras y casarse lo antes posible. Sus actitudes empezaron a ser todavía más controladoras y extrañas, así que puse distancia. Entonces a él, tras varias discusiones, se le ocurrió viajar a otro país para “hacer dinero para el bebé”. No volvió y os juro que me alegro tanto… Mi niña era solo mía. Su familia no quiso saber nada porque según ellos por mi culpa él se había ido y yo encantada de perderlos de vista a todos. Mi madre me apoyó en todo, como había dicho que haría. Me costó más, pero pude terminar la carrera y especializarme. Cuando mi hija empezó la primaria yo había entrado a trabajar en un pequeño gabinete de abogadas que estaba empezando y, no mucho después, ya formaba parte de él como socia. Todo gracias a mi madre (y a mi esfuerzo, claro).

Mi niña pronto empezó a hacer amigas y amigos y mi casa estaba siempre llena de personas pequeñas corriendo por todas partes. Mi madre decía que era muy feliz escuchando esas risas infantiles que le alegraban la vida. Pero había una, Lorena, que sonaba mucho más. Y es que ella estaba siempre en mi casa. Era una niña muy dulce y alegre y mi hija y ella hacían un dúo imparable.

Era raro el fin de semana que Lorena no dormía en mi casa, o mi hija en la suya. Habían empezado juntas varias extraescolares, pero no les encajaban muy bien algunas porque perdían mucho tiempo en el camino así que, con 10 años, por su cuenta, montaron en mi casa un rincón de manualidades donde hacían arte los lunes y en casa de Lorena tenían un circuito en el garaje, donde hacían gimnasia los miércoles. Ambas eran muy imaginativas pero juntas… Un peligro.

Las familias nos llevábamos bien, pero no teníamos mucha relación, porque no coincidíamos en horarios. Nos organizábamos para estar siempre con ellas, como si tuviéramos una custodia compartida de ambas… Pero cuando cumplieron 12, la madre de Lorena falleció en un trágico accidente. Nunca creí que pudiera sentir un dolor tan grande. Ella era una mujer maravillosa, era una segunda madre para mi hija y, a su vez, era la madre de una niña a la que quería como mía. Las niñas lo estaban pasando realmente mal, pero el padre de Lore estaba tan hundido que tuve que intervenir y hacerme cargo de las niñas todo lo que podía para que él intentase reponerse. Pasados unos meses empecé a acompañar a las niñas cuando iban a su casa para poder hacerle un poco de compañía. Hablábamos de ellas, de cómo se habían hecho inseparables, hablábamos de su mujer y de cómo ella las quería… Era triste, demoledor, pero también reparador. Nadie se atrevía a hablar de ella en su presencia y él necesitaba contar su vida, no podía soportar que la gente fingiese que no había existido para no hacerle daño. Comenzó terapia con una amiga mía y le fue bastante bien.

Pronto nos hicimos amigos, casi tanto como nuestras hijas. Él acompañaba a Lore cuando se quedaba a cenar. Mi madre preparaba una lasaña para todos y reía siempre feliz de ver la casa llena de vida.

Cuando cumplieron 16 ya dábamos por hecho que nuestras rutinas estaban atadas. Yo lo animé a acudir a las cenas de su empresa, a empezar a salir y hacer una vida lo más normal posible para un hombre en su situación. Yo creía que una de sus compañeras de trabajo le hacía tilín, pero él lo negó hasta casi ofenderse. No sabía si estaba preparado aún para algo así, pero tenía claro que no buscaba un rollete y, aunque su compañera era muy atractiva, no creía que tuviera nada tan profundo con ella como para embarcarse en una relación.

El año pasado, mi madre enfermó y, tras dos meses de hospitalizaciones y malas noticias, nos dejó a todos huérfanos. Ella era la alegría en persona, era quien nos había cuidado a todos. A mí, a mi hija, pero también a Lore y a su padre… Una vez más, el duelo ensombreció nuestras casas. Yo estaba tan triste que no creía que pudiera volver a sonreír jamás. El padre de Lore me acompañó como yo lo había hecho con él hacía unos años…

Mi hija le contó a su amiga que llevaba días escuchándome llorar y que creía que no podía dormir. Entonces Lore dijo que se quedarían a dormir un par de días. Lore y mi hija dormían juntas siempre, por eso ambas tenían camas tan grandes en sus habitaciones (era una lucha perdida). Su padre, después de cenar, había recogido la mesa, fregado los platos y estaba preparando todo para dormir en el sofá, pues no se sentía cómodo usando la cama de mi madre.

De madrugada, la pena y el dolor me invadieron de tal modo que no pude evitar empezar de nuevo a llorar. No hacía ruido, eso creía yo, pero los pequeños sollozos y el respingo de mi nariz llamaron la atención de mi gran amigo que, discretamente y sin decir nada, entró en mi cuarto, se metió en mi cama y me abrazó como jamás nadie lo había hecho antes. Su abrazo me reconfortó dándome exactamente lo que necesitaba en ese momento, cuando no tenía ni idea de qué necesitaba. Pronto me dormí. Hacía tantos días que no dormía que a la mañana siguiente no desperté hasta que el sol me molestaba de verdad. Él seguía ahí, cobijándome en sus brazos y yo me sentí tremendamente comprendida y acompañada. Me sentí completa, me sentí arropada. Levanté la cara para darle las gracias, pero su mirada había cambiado. Sus ojos eran más verdes esa mañana, su sonrisa era más brillante, las arrugas de su mirada eran más atractivas y su voz sonaba a hogar.

No sé decir cuando ocurrió, pero si tuviera que apostar diría que aquel beso inevitable fue el inicio de nuestro amor.

Tuvimos miedo de que nuestras hijas no tomasen bien que nos enamorásemos. Ambos teníamos claro que la memoria de su mujer era algo intocable. Para ellas fue un regalo, ahora no tenían que andar cambiando de casa para estar juntas. Tal y como había sido nuestra vida en los últimos años no tenía sentido vivir ni un minuto más separados.

Llevamos casi un año de convivencia en esta nueva casa. La única foto que existía de mi madre y su mujer juntas preside una pared llena de recuerdos de nuestras hijas desde muy pequeñas, de nuestra juventud por separado y de nuestro reciente, pero muy profundo amor.

Escrito por Luna Purple, basado en una historia real.

 (La autora puede o no compartir las opiniones y decisiones que toman las protagonistas).

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