Claramente vivimos en un momento en que la salud mental está de moda y esto es un arma de doble filo. Esto lo digo porque, aunque por un lado se hable mucho más de temas como la ansiedad y la depresión y esto sea genial para quien las padece y para su entorno, también se han popularizado un montón de términos que las personas utilizan de forma incorrecta en su día a día, haciendo que las personas que sí padecen esas enfermedades, conviven con esos trastornos o algunos síntomas concretos, se sientan invisibilizados (paradójicamente) o que se minimiza su sufrimiento.

Digo esto porque hoy en día cada persona con la que hablo me habla de sus TOCs, de sus fobias, de la depre… Y lo siento, pero no, estar triste no es tener depresión, ser maniática no es tener un TOC y que algo te de miedo no es una fobia. Yo sé que estos comentarios jamás se hacen con maldad, pero hace poco presencié una conversación de un amigo con un TOC diagnosticado hace años, que sufre enormes crisis de ansiedad que lo incapacitan por temporadas cuando su TOC se descontrola. Se ha creado una dermatitis infecciosa de lo mal que tenía la piel de tanto lavarse las manos; cuando está muy nervioso no puede salir de casa por ser incapaz de estar seguro de que deja todo bien en su casa. Y hablando conmigo de esto, una amiga de una amiga le dijo “Uf, te entiendo, yo también tengo TOC, me encanta tener los libros colocados en la estantería por tamaños y editoriales y como alguien me los cambie…” él puso los ojos en blanco, más que acostumbrado a esto, y siguió con su vida.

Os he contado algo real que me parece muy sencillo de visualizar para que os deis cuenta de la gravedad y seáis conscientes de que cuando digo que tengo una coulrofobia (fobia a los payasos) no es que si veo un payaso digo “¡ay! ¡qué miedo!” y me da la risa y me escondo. No. Cuando yo veo un payaso el corazón se me pone a mil y mi cerebro entra en modo supervivencia. Solamente puedo esconderme, temblar o echar a correr (o todo a la vez). Me entran sudores, ganas de llorar, tiemblo como un flan y me falta el aire.

Pues ahora os contaré que, durante 11 años de mi vida, he trabajado en una empresa en la que el personaje que utilizan para las promociones, las fundaciones solidarias y los eventos infantiles es un payaso (entraría aquí una que yo me sé a decir “no es un payaso, es un personaje mágico”; lo que usted quiera, señora, pero es un payaso).

En el lugar en el que yo trabajaba, desde el primer día me tocó limpiar la zona infantil donde una figura tamaño real descansaba sentada en un banco y debía limpiarla cada noche, sola, en un pequeño anexo a la nave donde no veía a nadie más y donde siempre, siempre, se caían las cosas sin explicación (la explicación era que el suelo no estaba bien alineado y al subir las sillas se caían, haciendo un estruendo como para matar a alguien de un susto).

Cuando tocó la primera visita de este “personaje mágico”, el real, de carne y hueso, yo pedí entrar más tarde a trabajar para no verlo. Todos creían que yo lo que quería era poder llevar a mi sobrino a verlo, pero cuando llegué a mi turno y este señor aún no se había ido pudieron ver mi cara de pánico y les hizo mucha gracia.

Yo llevaba apenas unos meses en la empresa, necesitaba aquel trabajo y la jefa tenía muy mal genio y una necesidad enorme de quedar bien con todas las personas que venían de la empresa central, así que cuando alguien entre risas instó al payaso a venir a saludarme y yo dije que no, por favor, esta señora (muy seria y con gesto amenazante) me dijo “no hagas el tonto que no eres una niña pequeña, si te tienes que hacer una foto te la haces y si no, a la calle”. Y allí estaba yo, escondiendo mis ojos bajo la visera de la gorra, roja como un tomate por la tensión mientras un señor me cogía la mano con su guante blanco y me prometía que era muy majo. Sonreí para la foto, pero lloré calladamente todo el turno y pasé semanas sin pegar ojo.

Cada año pedía librar en la visita de mi amigo el “no payaso”, pero una vez que aquel señor (que no era siempre el mismo) vino a mi ciudad a un evento lejos de mi zona de trabajo, resulta que lo invitaron a cambiarse y maquillarse aquí y a desayunar con nosotras. Me encerré en el almacén y tuve una gran crisis de ansiedad cuando vi aquella nariz roja asomar por la puerta. Al menos esta vez, al verme temblar de verdad y cómo mi corazón amenazaba salírseme del pecho, me tomaron en serio y le explicaron a aquel señor que yo no estaba bien y no saldría a saludarlo. Él lo entendió y se disculpó conmigo, ya vestido de persona.

Aunque la enorme figura inerte me atormentaba y casi podría jurar que, en las épocas en las que andaba nerviosa, podía verlo moverse, le fui perdiendo el miedo. Supongo que tener que limpiarle el helado de la boca y el kétchup de las manos a diario me hizo aceptar su presencia. Pero cuando decidieron quitarlo de allí fui tan feliz… No tanto como cuando quien se fue de allí fui yo, pero casi.

Luna Purple.