Una mañana te das cuenta de repente. Te levantas, te duchas, te lavas la cara, te echas el suero, el contorno de ojos, la crema hidratante antiarrugas, un poco de corrector de ojeras, y cuando te quieres dar cuenta han pasado 20 minutos y llegas tarde a currar. ¿En qué momento he llegado a esto?, ¿cuándo he pasado de ser una jovencita sexy a una puta señora que utiliza crema antiarrugas?, ¿en qué momento la Nivea dejó de ser suficiente?, ay señor, llévame pronto… (¡Maldita sea!, decir eso también es de señora…).

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Cuando iba a la universidad trabajé durante unos meses en una perfumería. Llegaba allí con mi careto de siempre y me maquillaban y me dejaban divina. Con 23 años utilizaba cremas hidratantes de Shiseido, contornos de ojos de Kanebo, anticelulíticos de Clarins, mi baño era el paraíso de las cremas de calidad y por las que no pagaba un duro. Adiós Nivea, ¡bienvenida La Mer!

Sin embargo, cuando dejé ese trabajo y volví a tener que pagar de mi bolsillo todas aquellas cremas maravillosas, dije ‘¡Hasta nunqui cremas japonesas!, hola Biotherm y sucedáneos’, y oye, que con 24 años mi piel aguantaba estoicamente todo aquello que le echara. Volví a desmaquillarme con toallitas, a lavarme la cara con jabón de manos (¡jabón de manos!), a utilizar sólo crema solar en verano y pasar de la crema hidratante y a creerme que un Aftersun de 1€ iba a servirme de algo. He llegado a utilizar una crema americana todo en uno, que la utilizaba de hidratante y de body milk…

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Qué tiempos aquellos, mi piel era joven, suave, tersa, resistente, lo aguantaba todo, incluso el acostarme sin desmaquillarme, porque con aquella edad tu piel, tu cara y tu pelo lo aguantan todo. Y así, confiando ciegamente en mi maravillosa piel, seguí durante muchos años hasta que una mañana me levanté y me miré ese surco que me salía en la frente. ‘¿Qué es eso?, ¡no lo había visto nunca!, ¿y esta mancha?’, ay madre, y unos granos y puntos negros que no había tenido yo ni en mi adolescencia, ¿qué estaba pasando? Queridas, había llegado a los 30, mi piel había dicho ‘¡Basta!’ y yo me metí de lleno en la rutina de cuidar la piel como si de mi hijo se tratara. Sueros, crema (¡de día y de noche!), contorno de ojos, exfoliantes, mascarillas, cremas solares, despigmentantes, limpiezas de cutis de vez en cuando y sobre todo: no acostarme nunca maquillada.

A eso había que unir anticelulíticos, body milk reafirmante, exfoliante corporal, crema efecto frío para los pies hinchados, cremas que reducen las estrías, las varices, que broncean sin tener que exponer la piel al sol… ¡Qué duro es ser una señora! Con lo bien que vivíamos siendo niñas cuando el único producto femenino que utilizábamos era el desodorante…

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Cualquiera de nosotras en el ritual de belleza del fin de semana…

El dinero de mi cuenta disminuía de manera drástica mientras que el número de productos de belleza de mi baño aumentaba y aumentaba. Y es que lo necesitaba todo, ¡no podía prescindir de nada! Me había convertido en una señora que utiliza crema antiarrugas y que les dice a sus hermanas y amigas ‘Pero no te eches eso en la cara, ¡inconsciente!’. Es así. Y si no te ha pasado aún, te pasará, hazte a la idea. Y no te vayas a la cama sin desmaquillar. Maldita sea, soy una puta señora…

Foto de portada: la maravillosa Carmen dell’Orefice, porque somos señoras, ¡pero con estilazo!