Tenía mi trabajo soñado, pero uno de los socios cogió todo el dinero de la empresa y huyó. El proyecto molaba tanto y el ambiente entre compañeros era tan idóneo, que aguantamos cuatro meses sin cobrar, luchando por mantenernos a flote y dándole tiempo a la policía de hacer su trabajo: encontrar al socio y devolver el capital a la empresa. 

Pero eso nunca pasó. El resto de la Junta Directiva nos agradeció la implicación y “nos pagó” con los muebles de la oficina: portátiles, sillas, mesas, estanterías. Fue un drama ir a desmontar aquel espacio que tan feliz nos había hecho.

Tuve que buscar otro trabajo. Además, de prisa y corriendo, ya que -ilusa de mí- siempre confié en que el socio apareciera y volviésemos a la normalidad, por lo que no tenía un plan B y yo estaba sola en Barcelona; dependía de mí misma.

Me sentí afortunada cuando, al mes de iniciar la búsqueda de empleo, encontré un trabajo que pintaba aún mejor que el anterior. No solo me gustaba el puesto, sino sus condiciones. Hice un proceso de selección durísimo, lo más parecido a un casting, con tres pruebas que incluían varios exámenes y un psicotécnico, además de una entrevista con dos psicólogas. Ni rastro del jefe, ni de mis compañeros.

Conocí al equipo el día que firmé el contrato. Estaba tan emocionada que todo me parecía perfecto, pero pronto dejó de serlo. Tenía 25 años.

Adiós a los horarios

Mi horario era de 9 de la mañana a 6 de la tarde, con una hora para comer. Desde el primer día, no se cumplió. El resto de la oficina se marchaba puntual, pero yo me tenía que quedar una media de dos horas más. 30 minutos de cumplirse mi turno, el jefe siempre me pedía alguna tarea que requería premura y hacer equipo con él. Nos quedábamos solos en la oficina.

Adiós a mi plaza de garaje

Una de las condiciones, que constaba en el contrato, era la posibilidad de tener plaza de garaje. En pleno centro de Barcelona, sin plaza de garaje, no aparcas. Yo vivía en un pueblo del exterior, a más de una hora en transporte público, por lo que me pareció una idea cojonuda poder bajar con mi coche. A los dos días, me quitó la plaza de garaje alegando chorradas; a cambio, se ofreció a llevarme y traerme a la parada del bus. Solos, en su coche.

Hola a las miradas

Era una oficina diáfana, pequeña, en la que todos nos podíamos ver y hablar. El jefe estaba dentro de una “pecera”, un cubículo 100 % transparente, en diagonal a mi mesa. Miraba con tanta intensidad, tanto rato, que no lograba concentrarme. Se pasaba la lengua por los labios, suspiraba, ponía los ojos en blanco. Me enfermaba.

Hola a mudarme y a los piropos

Salió un proyecto nuevo que necesitaba que ambos trabajásemos codo a codo. Me pidió desplazar mi puesto de trabajo a su cubículo que, si bien era transparente, también estaba insonorizado. En la intimidad, empezó a tratarme con expresiones cariñosas: “preciosa, cariño”. Me recorría una escalofrío con cada palabra.

Hola a los gestos

Pasamos de las palabras a los hechos. Eran las 10 de la noche, llevaba más de doce horas con él. Al ser tan tarde, se ofreció a llevarme a casa y ahorrarme la guagua. Durante el trayecto, aprovechaba cualquier excusa para tocarme una mano o la pierna. Intenté no darle demasiada importancia, solo quería salir de ese vehículo. Aparcó en mi calle y me acarició el muslo, se giró y buscó sostenerme el rostro con sus manos. Me despedí y salí del coche.

Como era viernes, hice un esfuerzo titánico por olvidar lo que había ocurrido y poder afrontar el lunes siguiente con ánimo. Ese finde me llamó un par de veces para cuestiones banales, que le servían de excusa para confesarme la química que había sentido la noche anterior en su coche. Evité el tema, pero necesitaba el curro. Era un buen curro, con proyección profesional y buenas condiciones. “Tengo que ser fuerte”, me convencía.

Pero el lunes siguiente fue peor. A lo largo del día, usaba de excusa venir a supervisar mi trabajo al ordenador para susurrarme al oído. Y llegó el momento en el que me besó el cuello y pasó su lengua por mi piel. Entré en shock. Me disculpé para ir al baño, donde sufrí una de las mayores crisis de ansiedad que he tenido nunca. Fingí una llamada de teléfono urgente, cogí mi bolso y me fui.

Nunca más volví, ni a buscar mis pertenencias del escritorio.

Pedí ayuda a la policía

Un amigo es Mosso d’Esquadra y le conté lo que había pasado; me animó a denunciar. Mi jefe alegó que yo lo tentaba, que no me resistía, que el tonteo era consentido. Estúpida de mí, me hizo dudar, me llegué a culpabilizar. Que si mi forma de vestir era muy provocativa, que si nunca verbalicé un “no”. Además, no tenía pruebas. Nunca hubo un mensaje, un e-mail. Todo era cara a cara o por llamada de teléfono.

Me aseguró que, de no retirar la denuncia, no volvería a encontrar trabajo en Barcelona, que tenía muchos contactos. Al llevar con él un mes de trabajo, sabía que no mentía en lo que a contactos se refería, así que decidí dar carpetazo, quitar la denuncia y olvidarme del asunto.

Otra víctima

Al no encontrar trabajo, me hice autónoma y me fabriqué mi propia cartera de clientes. A los cinco años, tuve que trabajar con una chica muy maja en uno de mis proyectos; con ella inicié una bonita amistad. Lejos de correos electrónicos y objetivos, un día decidimos quedar fuera del curro. Hablando y hablando, coincidimos en algo: esa empresa, ese jefe y ese modus operandi. Ella también se había marchado de un día para el otro, sin ir a recoger sus cosas. Ella también había sentido sus manos en su pierna, su lengua en el cuello.

Lo peor es que ese tío está libre y contratando a chicas jóvenes con ilusión y necesidad económica, acosándolas y amenazándolas. Amenazándome. Espero que algún día no dé más miedo denunciar que sufrir el acoso.