¿Cómo os quedaríais si, un día normal y corriente, la maestra de vuestro hijo os llama para citaros a una reunión urgente de la cual no quiere dar datos por teléfono dada la gravedad del tema a tratar, pero que os apremia a llevar a cabo lo antes posible?
Aunque no os da datos concretos, notáis en el tono de su voz una gran inquietud. Sus palabras intentan quitar hierro al asunto para no preocuparos de antemano, pero os queda la incertidumbre de no conocer el conflicto y acudís lo antes posible a entrevistaros con la profesora, sopesando todo tipo de escenarios catastróficos.
Imaginad que, una vez allí y frente a ella, os comenta con una delicadeza extrema que os han hecho acudir allí para aclarar unas palabras de vuestro hijo que seguro que tienen que tener una explicación.
Entonces, entre risas forzadas pero con una sombra de duda en sus ojos, os comenta -como si hablase del tiempo- que el niño ha comentado con toda la naturalidad del mundo que su padre no solo fuma hierba, sino que además le obliga a fumarla también a él por las noches para que le entre sueño…
¿Qué cara se os queda?
Disculpad que comience por el final de esta historia, pero fue tal el apuro, la vergüenza y al mismo tiempo la carcajada interior que sentí en ese momento, que esa es la escena que me sale compartir primero.
Cuando la maestra verbalizó esa barbaridad, desde el desconcierto que intentaba disimular tras las bromas y cierta timidez por su parte, no pude evitar quedarme unos segundos congelada asimilando esas palabras que rozaban lo absurdo, para a continuación echarme a reír a carcajadas de tal forma que hasta se me acabaron saltando las lágrimas.
Acabé contagiando a la maestra del niño que, sin haberle llegado a explicar nada todavía, entendió por mi reacción que se trataba de un gran malentendido y no había nada de qué preocuparse.
Se contagió y terminó partiéndose de la risa también, conmigo. Y después de ese necesario momento de soltar la tensión que se había generado por las dos partes, procedí a darle la explicación del desafortunado comentario de mi hijo de cuatro añitos:
Mi marido, años atrás, se había dedicado al estudio y promoción de la fitoterapia, trabajando en herbolarios entre otros. Tiempo después, cambió su rumbo laboral para dedicarse a otros sectores, pero ya había incorporado esos conocimientos a su día a día.
Esas eran las hierbas a las que nuestro pequeño se refería porque, efectivamente, por casa siempre había ramas de romero, tomillo y muchas otras a las que mi marido daba diferentes usos.
No para fumarlas, desde luego. Pero el niño debía tener un cacao mental de campeonato y creemos que había fusionado todos los conceptos, ya que su padre también fumaba tabaco de liar y le solía ver haciéndose los cigarros con eso que le parecería una hierba más.
¿Y cuál era la explicación a la afirmación de que también se le obligaba a “fumar” a él antes de acostarse?
Entre las propiedades de todas esas hierbas y productos naturales, mi marido también era muy aficionado a la aromaterapia y conocía todas las características de cada olor y las funciones para las que cada uno de ellos están indicados.
En casa usábamos mucho, pues, difusores de aceites esenciales. Y por las noches, era cierto que en el cuarto del niño solíamos poner un aroma relajante para que pudiera conciliar el sueño con más facilidad, siendo como era un crío activo, inquieto y repleto de energía hasta la hora de acostarse.
Este momento del día había sido un suplicio hasta comprobar que, efectivamente, este aceite esencial era mano de santo y funcionaba bastante bien, así que procedía a difundirlo todas las noches en su cuarto.
Acabé mi explicación diciendo a la maestra que sentía que la cosa fuera tan poco emocionante, pero que era tan simple como eso.
Han pasado unos cuantos años desde entonces. Mi hijo ya se hizo mayor y sabe lo que es “fumar hierba”. Y nos seguimos partiendo de la risa, ahora también con él, cuando recordamos esta anécdota.