El botecito de gas pimienta de la discordia llegó a casa de mano de una buena amiga que en uno de sus viajes había encontrado una tienda homologada donde vendían estos artículos.

Hoy en día es fácil encontrarlos o comprarlos a través de Internet, pero en aquella época no teníamos acceso tan fácil y aquel producto era súper novedoso.

Así que no solo había comprado uno para sí misma sino que no se le había ocurrido mejor regalo, como souvenir, que traer otro para mí.

 

 

Cuando me lo dio, me hizo bastante gracia y me pareció hasta original. Desde luego, realmente era un objeto práctico que nunca antes había tenido.

Después del café con mi amiga donde me hizo entrega del spray, llegué a a casa y ya al lado de mi novio con el que convivía, nos picó la curiosidad y comenzamos a trastearlo con el máximo cuidado y a leer las instrucciones, aunque esperábamos que nunca se diese la situación de tener que utilizarlo.

Mi novio era un tipo bastante descarado y echado para adelante, quizás demasiado graciosillo en ocasiones. En ese momento, se puso a hacer un par de bromas con el bote en mano como si fuera a dispararlo para ver qué pasaba y yo, al final, me acabé enfadando y se lo arrebaté para guardarlo en mi bolso, donde lo llevaría a partir de entonces.

 

 

Después de ese día, la verdad es que se nos olvidó completamente durante un tiempo, hasta una noche que quedamos con unos amigos y acabamos en el parking de una discoteca montando una improvisada fiesta entre nuestros coches.

Y ahí fue cuando en cuestión de un segundo y sin previo aviso, se lió parda:

Yo me encontraba fuera de nuestro coche, hablando con un grupo de gente animadamente, y entonces mi novio se metió en el interior con un par de amigos.

No sé cómo iniciarían la conversación que llevaría a todo esto, el caso es que en un momento dado mi pareja salió del coche, se me acercó, metió su mano en mi bolso y sacó el spray.  Mientras regresaba al coche gritó “¡ahora lo traigo!”

 

 

No le di importancia hasta que, al poco rato, de pronto, se escucharon gritos y los chicos salieron disparados como una flecha hacia el exterior, vasos en mano, con los ojos cerrados y empapados en lágrimas.

En seguida captaron la atención de todos nosotros, porque además de la precipitación con la que habían salido del coche, sus voces no eran precisamente discretas tampoco…

Se quejaban, gritaban, parecía que les estuviesen matando… Mi novio incluso sollozaba como un niño. Lo más suave que escuché de sus bocas creo que fue “dios” y “¡joder, tío!”.

Al principio todos se asustaron bastante porque no tenían el contexto de lo que había ocurrido, y acudieron a ellos, preocupados, a ver qué pasaba, preguntándoles e intentando ayudarles.

 

 

Solo yo, que había visto el movimiento anterior de mi novio llevándose el spray, permanecía en el mismo sitio, completamente quieta y sin mover ni un músculo.

Miento: sí que se me movía algo. Mi rostro se transformó con una sonrisa de oreja a oreja mezcla de diversión, malignidad, y sensación de justicia poética.

No tenía claro si finalmente se le había disparado por accidente o de forma voluntaria (luego me enteré de que, para colmo, fue así), pero tenía muy claro que le estaba bien merecido por su manía de hacer el tonto con cualquier cosa.

 

 

El efecto del spray, como era de esperar, se les fue pasando al cabo de un rato aunque a mi pareja fue al que más le duró.  Ventilé bien el coche (lo habían disparado con las ventanas cerradas) antes de volver a subirme, y tuve que ser yo la que, sin discusión alguna, más tarde condujera hacia casa puesto que él, pobrecito mío, estuvo dramatizando sobre su estado físico hasta dormirnos.

A parte de enfadarse conmigo por no haberle dado importancia e incluso haberme reído del suceso y bromeado sobre él desde el primer momento. Le había agradecido, por ejemplo, el hecho de probarlo y comprobar que funcionaba correctamente.

 

 

Desde entonces, pareció que había aprendido la lección y nunca más volvió a acercarse al bote. De hecho, alguna vez que se pasaba cuatro pueblos de graciosillo yo lo cogía y hacía amago de usarlo contra él.

A pesar de estar claro que lo hacía de broma, salía corriendo de mi lado como alma que lleva el diablo. Así que fue maravilloso para mí haber encontrado, a partir de ese accidente, el recurso para quitármelo de encima en los momentos en los que más pesado se pusiese.