Empecemos por aclarar que soy una persona de despertar lento y que no me puedes pedí mucha agilidad mental por las mañanas porque no calibro. Precisamente por eso, aquel día que salí de casa a las seis de la mañana porque tenía que coger un tren, vi por el rabillo del ojo una pequeña sombra aproximarse hacia la puerta justo cuando cerraba. Una parte de mí dio por hecho que se trataba de una alucinación porque aún estaba medio grogui y la otra pensó que, si se había colado una cucaracha en casa sería problema de mi yo del futuro o, en su defecto, de mis padres.

Aquel mismo día por la noche regresé de mi escapada, reventada como yo sola y casi con más sueño del que tenía por la mañana. Al ver que mis padres no hacían ninguna alusión a ningún bicho indeseable en nuestro hogar, di por zanjado el asunto y agradecí tener una imaginación tan desbordante. Sin embargo ―y aquí viene lo gordo― cuando estaba a punto de acostarme oí un grito de mi madre.

― ¡Una rata! ¡Una rata!

Durante un milisegundo me vino un revival de Ratatouille y acto seguido me cagué en mi estampa. No fue una alucinación ni una cucaracha, era mucho peor. Corrí a la cocina y vi a mi madre con la escoba intentando cercar el mueble por el que se había colado la supuesta rata. Digo supuesta porque no lo había visto bien, pero no era muy grande. Podía ser un ratón de campo, pero vivimos en un octavo piso.

Allí ninguno éramos taxonomistas, así que nos dirigíamos al roedor como «la rata». Abrimos la puerta de la calle y elaboramos un ingenioso plan para ahuyentar a nuestro huésped de modo que saliera ileso. Ni mi madre ni yo estábamos dispuestas a herir al pobre bicho, aunque nos diera mucho repelús que trajera una camada de regalo. Mi padre nos observaba en la lejanía con cara de Clint Eastwood mientras (probablemente) maquinara cómo cargarse a la rata.

Nuestro infalible plan resultó ser una gran cagada. Lo único que conseguimos fue que saliera detrás del mueble de la entrada para atrincherarse en el interior de la puerta corredera de la cocina. Vamos, la rata vivía ahora en un sepulcro, al más puro estilo del Nuevo Testamento. Ni todo el ruido del mundo consiguió acojonarla y nos dimos por vencidos, o, mejor dicho, el sueño nos venció a todos.

A la mañana siguiente sorprendí a mi madre dejando taquitos de queso y otros tentempiés a nuestro nuevo inquilino.

― Si le pones tapas de García Baquero el ratón, no se irá en la puta vida.

Mi madre hacía un poco caso omiso porque sentía pena por el animalito. A mí también me daba y mucha, sobre todo porque debía de estar muy despistado para acabar en mi casa. Mi padre, en cambio, tomó cartas en el asunto. Traducción: fue a la ferretería, o lo que es lo mismo, el Primor de lo hombres heteros.

Yo temía que apareciera con la típica ratonera, como si fuera aquello un episodio de Tom y Jerry. Por suerte, no le invadió ningún instinto asesino, sino de supervivencia, vamos, que le daba mucho asco la rata, pero tampoco quería hacerle daño. El señor de la ferretería le vendió una cosa que parecía papel de lija a la que le echabas una especie de pegamento para atrapar al bicho sin matarlo y, posteriormente, liberarlo en algún sitio a más de 500 metros de casa a ser posible.

A la noche siguiente, mi padre colocó la trampa y mi madre la correspondiente tapa de queso, porque una madre siempre es una madre y no se podía quedar el ratón sin cenar. También te digo que si no había cebo de poco iba a servir la trampa. La suerte es que funcionó. La parte jodida es que, de quedarse toda la noche tiesa, pegada a la trampa, la pobre rata no sobrevivió.

Ele Mandarina