La guerra de las tareas domésticas

Desde hace miles de años el ser humano sabe que necesitamos a los demás para sobrevivir. Pero que seamos conscientes de ello es una cosa y, que lo sepamos llevar a la práctica es otra muy diferente. 

La primera vez que me di cuenta de ello acababa de mudarme a mi primer piso de alquiler en Londres, donde solo empecé a descubrir el nivel de guarrería que podía alcanzar una persona. Y es que cuando vives en un zulo de 40 metros cuadrados la limpieza no es un capricho, es una necesidad si quieres poder abrir las puertas. 

El piso era del tamaño de los pisos de exposición de IKEA solo que peor decorado y menos acogedor. Pero estaba cerca del centro y mi presupuesto de aquel entonces no me permitía exigir una vivienda digna. 

Compartía piso con una chica muy simpática, que además estudiaba en mi campus, todo parecían ventajas. Pero su simpatía duró menos de lo que duran los profesores de Artes Oscuras en Hogwarts y con el paso de los días empezó a mostrar como era realmente, un p*to desastre. 

Podía tener semanas cubiertos sucios en el fregadero durante semanas y curiosamente siempre se le olvidaba sacar la basura cuando le tocaba, de manera que terminaba haciéndolo yo.

Esta situación me empezaba a tocar un poco las narices, por lo que intenté hablar con ella varias veces. Siempre me pedía perdón y prometía cambiar, pero seguía sin mover un dedo y, a los pocos días, volvíamos a vivir en Villa Pocilga de Arriba.  

Por aquel entonces yo ya hacía la mayoría de las tareas, pero tener que perseguirla para que limpiase el baño me tenía absolutamente desquiciada. Hasta que un día exploté. Llegué al piso después de una jornada maratoniana de estudio, tenía el tiempo justo para coger mis maletas y pirarme corriendo al aeropuerto, ya que eran las vacaciones de Navidad y volvía a España.

 Pero cuando empujo la puerta me doy cuenta de que solo se abre una rendija. Empujo de nuevo y me doy cuenta de que hay algo haciendo tope en la parte de atrás. 

Vuelvo a empujar esta vez ya en plan derribo policial y por fin consigo entrar. Desde detrás de la puerta me saludan las tres bolsas de basura enormes que mi compañera había prometido sacar antes de irse. Aunque ella solo iba a estar fuera una semana acordamos dejar las cosas más o menos en orden para que no hubiese sorpresas desagradables a la vuelta.  

Así que cuando vi aquellas bolsas chorreando mierda sobre la moqueta sentí que algo dentro de mi se rompía, como el Joker cuando se vuelve loco del todo. En ese mismo momento escribí a mi casera para decirle que no renovaría el alquiler, agarré las bolsas como pude, las llevé a la habitación de mi compañera y cerré la puerta. 

No estoy orgullosa de lo que hice y prometo no dejar más bolsas de basura en habitaciones ajenas. Pero viendo que mi compañera no cambio las sábanas DURANTE EL AÑO ENTERO que vivimos juntas, tampoco creo que fuese un olor tan desagradable para ella.

Barby