¿Sabéis que en mi casa me llaman ‘La Gordi‘? Desde que era bien pequeña, con todo el cariño del mundo, aludiendo de alguna manera a que soy la más rellenita de la familia pero sin ninguna connotación negativa. Jamás me ha ofendido, es más, cada vez que escucho eso de ‘por ahí viene La Gordi’,ven aquí Gordi, siéntate a mi lado‘… Como que todo pinta mucho más a calor familiar, a amorcito del bueno.

La primera vez que una de mis amigas escuchó a mi abuela llamarme Gordi como quien me hubiera llamado por mi nombre, la mujer, desubicada del todo, se puso como un auténtico tomate. Me miró asustada esperando que yo, a mi 12 años recién cumplidos le soltase un ‘abuelaaaaa, córtateeee‘ muy típico de la edad. Nada más lejos de la realidad, ser la Gordi para los ojos de mi abuela no implicaba nada malo, ni siquiera me producía ningún tipo de vergüenza. Gordi a mucha honra, con la cabeza bien alta.

A día de hoy, cuando todavía escucho este apodo de boca de muchos miembros de mi familia, sigo sin encontrarle el significado negativo. Dudo mucho que ninguno de ellos me llame de esta manera solo por mi físico, quizás por todo lo que implica, por distinguirme del resto al igual que a mi prima de pelo más claro la pueden llamar ‘Rubi o a mi sobrino el más arisco, ‘Toxo‘ (tojo, en castellano).

¿Cómo ofenderme de que me llamen de esa manera cuando he sido La Gordi incluso en momentos de mi vida en los que he estado delgada? Las cosas como son, un buen apodo lo es para toda la vida, y esto deja patente que para los que me quieren no soy Gordi porque pese más que los demás o tenga más barriga que el resto. Las probabilidades son las mismas como que a mi prima ‘Rubi’ la continuemos llamando así aunque se tiña el pelo de color unicornio arcoiris. Lo que es, es.

Tan solo puedo recordar una ocasión en la que la palabra Gordi me hizo encolerizar de verdad. Y no por su significado, sino porque al final lo realmente importante es de dónde proviene las palabras. Fue una persona conocida pero que en absoluto tenía la confianza suficiente conmigo como para referirse a mí de aquella manera. Yo era una adolescente de unos 16 años, y escuchar cómo esa persona me llamaba Gordi como si aquel fuese mi nombre me enfadó al instante. Ni yo misma comprendía por qué mi ser interior reaccionaba de aquella manera, al fin y al cabo llevaba toda mi vida dejándome llamar así. Un poco perdida y sin saber cómo gestionar aquel momento me quedé en blanco. La que sí lo hizo fue mi abuela, que con semblante serio saltó sobre esa persona marcando un territorio que hasta entonces yo ni sabía que existía.

A mi nieta la llamas por su nombre, que para eso lo tiene. ¿Quién eres tú para dirigirte a ella de esa forma? Esta chica es Gordi para los que la queremos de verdad, no para todo el mundo…

Sí, tan solo le faltó añadir una colleja a mano abierta.

Entonces fui un poco consciente de todo. Las connotaciones negativas de las palabras, de los apodos, de los adjetivos, no se las damos solo las personas sino también el instante y la situación en el que los usemos. Porque para los que me quieren ser La Gordi es casi lo más bonito que me pueden llamar pero, por desgracia, para otros tantos definirme como La Gorda es casi lo peor que pueden decir de mí. Es así de duro pero real a la vez, porque este mundo nos ha enseñado así, a que la forma de nuestro cuerpo puede ser motivo de mofa mientras otros encuentran en ello tan solo una característica más para quererte como eres, sin más.

¡Vaya con el vocabulario español! La que hemos vuelto a liar en un momento. Ojalá pudiéramos ser Gordis con todo el cariño para todo el mundo, dejando a un lado que nuestro físico pueda ser el camino para hacernos daño. Pero está claro que al final es preferible reservar para los que nos quieren la mejor parte, y si es con apelativos llenos de buenas intenciones, pues mejor que mejor.

Firmado: La Gordi.

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