Después de un pedazo de viaje con mi hermano, tocaba regresar. Habíamos acudido a las fiestas grandes del pueblo de una de mis mejores amigas, unas fiestas brutales que duraban bastantes días.

Por desgracia ya que ambos teníamos compromisos y obligaciones laborales, no íbamos a poder disfrutar de ellas durante el tiempo completo que duraban, pero nos conformábamos con poder estar allí durante algunos de esos días.

La verdad es que aquello fue una locura. Prácticamente desde el primer momento de llegar, comenzó la fiesta. Yo, que nunca fui de beber demasiado, en seguida vi un vaso en mi mano que constantemente se iba rellenando o sustituyendo por otro.

 

 

Todo era alegría, algarabía, movimiento y actividad sin parar.

Mi amiga, que llevaba en su pueblo desde el primer día y se quedaba hasta el último, conocía a todo el mundo.  Por eso estuvimos rodeados de conocidos, familiares y amigos suyos en todo momento, personas que desde el principio nos trataron como a unos más de la familia.

Me sentía a gusto y súper contenta, como si hubiese entrado en otro plano de desconexión e irrealidad que nada tenía que ver con mi vida habitual.

Y llegó el último día de nuestro regreso. Aunque habíamos estado allí menos de una semana, me despedí con mucha tristeza del pueblo y de sus gentes. Sentía que ya formaba parte de ese lugar y me había quedado con ganas de más.

 

 

Cogimos el tren de empalmada con la última noche de fiesta. Habíamos decidido dormir lo que pudiéramos en el tren y así no desaprovechar ni uno solo de los minutos que nos quedaban en el pueblo. Así que esa última noche lo dimos todo y cogimos la cogorza más grande de todas.

No sé bien cómo fuimos capaces de llegar puntualmente a la estación y coger el tren correcto. Creo recordar vagamente que mi amiga y algunos otros nos acompañaron y supervisaron que no la liásemos pero, sinceramente, no puedo estar segura al 100%.

El caso es que llegó la hora y nuestro tren partió. Mi hermano y yo nos espachurramos en nuestros respectivos asientos y comenzamos a dormitar (y supongo – por cómo sentí que nos miraba la gente a nuestro alrededor cuando abría los ojos- que también a roncar de la cogorza que llevábamos).

 

 

 

El viaje se hacía eterno. A pesar de nuestro pedo, que hacía que hubiéramos sido capaces de dormirnos hasta encima de una cama de alambres, dormir en tren siempre es bastante incómodo cuando llevas cierto tiempo. Empieza a dolerte el cuello y buscas cambiar la postura, apoyarte en la ventanilla, en tu acompañarte, subir los pies al asiento e intentar hacerte un ovillo…

Continúas dormitando a ratos, como puedes, pero los despertares son frecuentes y no hay una sensación de descanso real. Y menos aún cuando no te encuentras en tus plenas facultades.

Así que mi hermano se acabó cansando y se despertó. Y como yo seguía intentando descansar y le respondía de malas maneras cada vez que me hacía algún comentario y el chico siempre fue un culo de mal asiento que no sabía estarse quieto en ningún sitio, se acabó levantando y se fue a dar una vuelta por el tren.

 

¡Allá voy, que aún tengo cuerda pa rato!

 

Yo me desperté varias veces pero continué intentando descansar. Estaba hecha polvo y sentía una resaca impresionante, aunque en realidad no era resaca pues no había llegado a salir del estado alcohólico del inicio de la noche.

No era consciente del paso del tiempo y mucho menos de lo que decían las voces en off que nos indicaban las paradas en las próximas estaciones.

Mi hermano seguía sin volver a mi lado, con lo que supuestamente él sí debía estar al tanto.  Por eso me confié y pasó lo que pasó.

En un momento dado, apareció corriendo y empezó a sacudirme mientras bajaba a toda prisa las mochilas y nuestras pequeñas maletas.

– ¡Vamos, Sara! – Me gritaba – ¡Que nos hemos pasado dos estaciones de la nuestra y hay que bajar en esta!

 

 

Yo me desperté inmediatamente y, desde la confusión física y mental que me embargaba, no fui capaz de preguntarme nada ni de pensar con claridad. En menos de lo que tardo en contarlo, nos colocamos en las puertas del tren, estas se abrieron y bajamos.

Pese a nuestro estado, nos miramos fijamente desconcertados.  Nos encontrábamos en una estación totalmente desconocida para nosotros, muy pequeña, totalmente vacía e inhóspita. Por no haber, no había ni un empleado por allí al que preguntar.

A nuestros alrededores, solo se veía montañas y campo, mucho campo.

 

Muy bonito pero… colega, ¿dónde estamos?

 

Y a los pocos minutos nos enteramos de que aún nos encontrábamos a unos 200 km de nuestra ciudad y que nos habíamos bajado del tren bastante antes de tiempo evidentemente.

Según la versión de mi hermano, había conocido en el vagón del tren a unas chicas y ya se había quedado hablando con ellas todo el tiempo. Fue una de ellas la que le advirtió que hacía rato que nuestra parada había quedado atrás.

La traducción es: mi hermano se convirtió en el borracho pesado que se acopló a un grupo de chavalas que no sabían cómo quitárselo de encima, y acabaron recurriendo a la opción de inventarse esto… con resultados óptimos, desde luego.

Conseguimos volver a casa, sanos y salvos, con bastantes dificultades y un estado físico lamentable. Pero ya nunca más se nos ocurrió asumir estos riesgos y viajar sin encontrarnos en plenas facultades.