Érase una vez una coqueta que a los quince años ya medía 1’70, que era la más alta de su casa y que sentía una apasionada y enfermiza admiración por los zapatos de tacón.

No sé muy bien dónde empezó mi tremendo amor (para mi marido no es amor, sino obsesión, como en la canción de Aventura) por los zapatos de tacón. Siempre digo que tengo una altura horrible para ponerme tacones porque suelo ser más alta que el resto de mis amigas con ellos puestos. Y quien dice amigas dice padres, hermana, muchos amigos de género masculino y si me apuras mi marido. No me gusta sentir que sobrevuelo a los demás (mientras mi hermana tararea la tonadilla del Condor pasa) porque además soy una chica grande. Odio esa palabra, pero me define bastante bien. No soy estrechita y delicada. Soy grande y delicada. Pero esa es otra historia.

Cuando tenía dieciséis años odiaba ir a comprar zapatos con mi madre, supongo que porque por aquel entonces yo no tenía dinero propio y mis “decisiones” se veían limitadas por el criterio “fashionista” de mi madre… que no es muy fashion. Ella es de las clásicas, qué le vamos a hacer. Durante años nuestra relación “madre-hija-moda” fue un terrible tormento porque nunca nos poníamos de acuerdo. Y ninguna de las dos somos de las que se callan demasiado. Ahora a veces nos miramos de arriba abajo y nos echamos a reír: ella se ha adaptado a las modas, la muy coqueta y yo me he inclinado en la balanza de lo poco llamativo. A los veinte… mi armario era de pesadilla, debo admitirlo.

El caso es que mis primeros zapatos de tacón fueron unas Merceditas tremebundas, con una especie de cuña (ni tacón podía llamarse), de punta cuadrada (odiosos noventa) pero eso sí, de piel. Maldita piel… duraron más de lo que pensé. Aquellos tacones noventeros no supusieron demasiado trauma para mis pies y mis tobillos. Andar con ellos era como hacerlo con unos zapatos ortopédicos, cómodos pero de coja. Creo recordar que mi hermana los llamaba “los de coja” a decir verdad. Hermanas mayores… siempre apoyando.

Pero le cogí el gusto a las alturas muy rápido. No sé si os pasaría a vosotras pero yo a los dieciocho siempre salía con, al menos, ocho centímetros de tacón. Sandalias, botas, salones… me encantaban. Como no tenía un duro solía llevar zapatos malos que provocaban reprimendas de mi madre que siempre ha opinado que una debe invertir en un bolso y zapatos buenos.

Calidad de los zapatos que llevé en la veintena... imagen gráfica.
Calidad de los zapatos que llevé en la veintena… imagen gráfica.

He tenido épocas de bajarme de las alturas, pero lo cierto es que tengo la hipótesis de que unos centímetros de tacón me hacen sentir más segura de mí misma (y cagarme en la estampa del momento en el que se me ocurrió ponérmelos cuando llevo horas sobre ellos) del mismo modo que la lencería bonita o los labios pintados. Bragas y tacones poderosos y de pronto soy Wonderwoman y de un tetazo puedo matar.

Claro, los años y la experiencia la hacen a una sabia y ya sé, con solo mirar, cuáles puedo llevar para “una cena y a casa” y cuáles puedo permitirme el lujo de calzar durante horas. Eso y mil trucos para darlos de sí cuando aprietan que no siempre surten efecto pero que suelen facilitar la tarea de andar con ellos. Pero… ¿qué es de esas chicas, pequeñas coquetas, que se calzan por primera vez unos zapatos de tacón?

Ellas creen que nadie lo nota y probablemente se sienten poderosas sobre sus centímetros de tacón, pero nosotras, ya más versadas en el noble arte de sufrir siendo coquetas, las localizamos en seguida. Allí están, patizambas, moviéndose con la inseguridad de Bambie recién nacido, con sus patitas y sus tobillos trastabillando con la mínima imperfección del asfaltado, agarrándose a sus amigas. Pequeños cervatillos. Qué ternura me dan. Yo fui una de ellas.

"¡Vayamos a lucir taconazo, chicas!"
«¡Vayamos a lucir taconazo, chicas!»

Una cree cuando se calza sus primeros tacones que les gustará más a los chicos, porque hacen las piernas muy bonitas, la falda más corta y porque creemos que son cosas de mayores. Y ellos nos ven aparecer con ese “estilo” al caminar y temen terminar llevándonos a urgencias a que nos peguen los cinco dientes que acabaremos perdiendo contra un bordillo. No, no siempre es sexy llevar tacones. Asegurémonos de andar como humanas encima de ellos, no como trols escocidos. Y no siempre compensa lo de “para presumir hay que sufrir”. En mi fiesta de graduación, justo antes de Selectividad, me puse unas sandalias rojas de tiras preciosas… no volví a sentir los dedos de los pies hasta que no me dieron las notas (y bailé agarrada a una vaya durante dos horas “para que no se notara” el dolor de pies). Cuánto daño ha hecho «Sexo en Nueva York»… nosotras que pensábamos que una puede pasearse al trote la Gran Manzana sin querer amputarse los pies a «bocaos»

A pesar de que tengo zapatos de todos los tipos (ya he dicho que sufro una horrible filia) tengo unas cuantas normas que siempre cumplo a la hora de calzarme y que me gustaría haber sabido cuando me estrené en este mundo. Es imposible realizar un viaje en el tiempo, como el de la tía que vende lejía, para poder decirme a mí misma un par de verdades, pero sé bien qué es lo que me diría y las penurias que me ahorraría. Vosotras, si sois sabias, ¡hacedle caso a mi madre! Eso y sabed que Manolo Blahnik hace outlet una vez cada dos años. Uno suculento. Allí nos vemos en 2016.

¡De nada
¡De nada