Planchar es el infierno, así de claro. Una tarea titánica porque reconoce que lo aplazas tanto que el concepto «montaña de ropa» se vuelve literal. Es una auténtica pérdida de tiempo invertir tanta energía eléctrica y animal –espero que nadie se me ofenda, lo digo sólo por el movimiento de brazo– en un beneficio tan efímero.

 

Porque a ver, tú planchas una camisa y eso te lleva un buen rato: los puños, el cuello, la espalda, esa arruga que se hace no se sabe bien porqué… Y total, ¿para qué? ¿cuánto dura planchada? ¡Nada! En cuanto te pones una chaqueta encima se arruga y si te apoyas en cualquier respaldo, como si no hubieras hecho nada. Si es una falda, un pantalón o un vestido, peor me lo pones.

Seamos prácticos entonces y asumamos que no es necesario planchar. Y podremos no hacerlo si prestamos atención a la forma en que tendemos la ropa para que se cree la menor cantidad de marcas posibles:

  • Coloca las pinzas en las costuras
  • Pon a secar los vestidos y las camisas ya en las perchas
  • Si usas secadora, dobla la ropa nada más termine el programa.

 

 

Adolfo Domínguez acuñó hace tiempo eso de «La arruga es bella». Planchar menos multiplica las arrugas, no sólo las de la ropa sino también las del rostro porque si dejas de planchar, te saldrán líneas de expresión en la cara de sonreír más, estoy segura, y esas son las mejores. Seamos, pues, tolerantes con las arrugas en las faldas, en los cuellos de las camisas, en las perneras del pantalón…

Piensa que cada semana dedicas como mínimo una hora –habrá quien más– a planchar. ¡Ay, amiga, cuán más feliz serías si abandonaras esa esclavitud! ¿Qué harías si esa hora te la dedicaras para ti? ¿Cocinar un plato nuevo, dormir una siesta larga, leer, hacer el amor, ver una peli, darte un baño relajante, sesión de depilación si para ti es un placer…? ¿Qué?