El otro día hice un test chorras de Facebook para ver qué película debería ver estas navidades. Evidentemente me salió El Grinch, porque soy de ese tipo de personas que odian bastante la navidad. Como soy muy de odiar así en general, me pone muy nerviosa la impostura de tener que estar felices por ser Navidad y de tener que hacernos las simpáticas con ese familiar que te cae de culo y con el que no tienes relación el resto del año. Todo se magnifica en estas fechas (y en la casa de Gran Hermano) y, como no podía ser menos, también se magnifican los comentarios cuñados, los de siempre: «¿No estás pensando en ser madre? Que se te pasa el arroz», «Deberías adelgazar. Conozco a una chica que adelgazó 20 kilos en dos semanas con una dieta nueva», «Estarías mejor con una falda un poco más larga»… MATARMATARMATAR.

Pero, como siempre digo, no estoy tan muerta por dentro y hay algunas cosas que me emocionan mucho de estas fechas de supuesta paz y amor…

– Los regalos. Para que nos vamos a engañar, los regalos están muy bien y no seré yo la que renuncie a ellos por muy Grinch que me crea…

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– La discusión de turno sobre en qué canal ver las campanadas. Sí, todos los años igual, los padres que quieren verlas en la televisión pública por aquello de no perder los valores, y tú deseando ver al personaje de turno en Telecinco metiendo la pata…y claro: primero drama, pero luego risas.

– Que la gente vuelva a casa, aunque solo sean unos días. Desde que vivo en provincias este punto se ha vuelto muy importante porque es maravilloso notar que la ciudad se llena y se multiplican los planes.

– Los especiales Disney. Yo ya estoy muy nerviosa pensando en esas tardes de no hacer nada más allá que cantar todas las canciones de La Bella y la Bestia en esquijama delante de la televisión y con la barriga llenita de amor.

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– La comida. Como gorda profesional, no le hago ascos ni al turrón Suchard, ni a los polvorones artesanos de la pastelería de toda la vida, ni a los langostinos (cualquier año de estos me da un ataque de gota que ni Paquirrín en Supervivientes), ni al lacón con grelos de primero de año…en general le hago ascos a muy pocas cosas (guiño, guiño).

– Los olores (muy relacionado con el punto anterior). Llegar en Nochebuena a casa de mis padres, dignamente borracha, y que huela sangre de unicornio navideña: a roast beef, a tarta de castañas, a compota de manzana, a chimenea… eso es amor del bueno por mucho que me quiera hacer la dura.

Lo que el viento se llevó. No hay Navidad sin pasarte una tarde EN-TE-RA viendo este clásico básico de la historia del cine. No hay Navidad sin discusiones infinitas sobre el tipo de mujer que representa Escarlata O’Hara mientras nos ponemos ciegas con trocitos de turrón furtivos. ¡Viva Lo que el viento se llevó y su tecnicolor!

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– El concierto de Año Nuevo. Todos los años es igual y eso lo convierte en la tradición más navideña de todas. Hace eones que no salgo en fin de año porque me espantan las aglomeraciones y los precios prohibitivos de las copas, así que «madrugar» para escuchar a la Orquesta Filarmónica de Viena tocar El Danubio Azul me parece un planazo.

– Los discos de villancicos de Sufjan Stevens. Generalmente los villancicos me taladran la cabeza hasta límites insospechados, pero Sufjan es capaz de convertir en magia esas canciones populares navideñas tan repetitivas. Importante: sin zambombas.

– Las borracheras. Esa increíble sensación de libertad que existe en navidades, cuando cualquier excusa es buena para beberse una botella entera de albariño y unos cuantos chupitos de licor café.

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¡Feliz Navidad!