En el mundo hay dos tipos de chicas, las que aguantan los tacones y las que no. No hace falta decir que yo pertenezco al segundo grupo, y aunque los vea supercuquis no los toco ni con un palo. Yo envidio a esas mujeres de las películas que corren con la melena al aire y con unos tacones de 8 centímetros, pero seamos sinceros, yo me caigo hasta en deportivas de correr, soy más mala andando con tacones que Voldemort haciendo amigos o que Rajoy hablando inglés. Yo soy del tipo de persona que cuando lleva 30 minutos encima de unos tacones se pone de muy mal humor, no me aguanto ni yo; y ahí me tienes con cara de estar oliendo algo podrido y bailando de un lado a otro para que mis piececillos se alivien un poco.

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Por esto y por más adoro el zapato plano, él nunca me hace sufrir, a no ser que sea plano de más que entonces me dan calambres y me veo bailando la Macarena. Porque yo lo de salir de fiesta con tacones para ponerme las bailarines en menos de 25 minutos y 36 milésimas de segundo lo veo innecesario. En las situaciones que esto ha ocurrido porque no he tenido más remedio que, como dicen mis amigas, ‘’entaconarme’’, cuando me he cambiado he conocido el verdadero cielo, esa sensación plácida de bajar de las alturas para subir al paraíso, eso es gloria bendita ¡Y lo sabéis!

Por estas razones podríamos decir que soy la reina de la deportiva, eso es el paraíso terrenal, que con la de modelos cuquis que hay hoy en día no tengo yo ninguna necesidad de sufrir y de que se me agríe el carácter.

Pero llega ese día que no te queda más remedio que subirte en el andamio, y tú que te habías olvidado de qué era tener vértigo; todo el mundo te dice que estás guapísima y tú sonríes con la cara desencajada porque ya tienes 3 ampollas y 2 rozaduras. Y cuando tus amigas te dicen ‘’Tía, es que estiliza un montón’’ y tú piensas ‘’A mí lo que me estiliza es la ‘’bragafaja’’ esta que llevo, que está subiendo las tripas y la sangre para arriba, y que me hace tener dificultad para pensar con claridad y no quedarme aquí mismo en plan pasión de gavilanes’’. Sí señores, esa es mi vida cuando me subo a las azoteas, una serie de catastróficas desdichas que me hace plantearme que  quién será el señor que pensó que empinar el pie sería buena idea en algún momento.

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Recuerdo que cuando era pequeña, mi madre siempre iba en tacones (bueno y ahora también) y yo pensaba ilusionada ‘’ Yo de mayor iré como mi mamá’’. Cuan inocente era yo por aquel entonces. Yo que veía a Cenicienta con sus taconcitos de cristal y me enamoraba, y ahora pienso en que su hada madrina era mala de cojones por darle tacones, y encima de cristal; señora, que la pobre se va a hostiar viva y va a perder un par de dedos del pie (eso con suerte). Es la noche de su vida, y usted ha decidido que quiere jodérsela y mandarla a urgencias a que le den puntos o a que le escayolen el pie.

Por eso ahora soy más de Mulán o de Pocahontas, ellas mantienen los talones en el suelo, así que me uno a su club y me alegra saber que de momento conservaré mis tobillos de una pieza.

¡Viva el zapato plano y los pies sin juanetes!

Alicia Segovia