Me habían recomendado que, para la fibromialgia, iba muy bien nadar, cosa que ya hacía, y el Pilates. Así que, allí que me apunté yo. Cuando fui a hacer la inscripción, le pregunté a la señora que me atendió si era muy duro porque yo tenía esa dolencia y me dijo que a la clase que me estaba apuntando era la “suave”, de manera que me quedé tranquila.

Llegué el primer día y le comenté a la monitora mi situación, cogí mi colchoneta y me situé al final del aula, un aula bastante grande y con dos de las paredes (una frente a la otra) enteras de espejo. Observé con cierta alegría que la edad de las parroquianas era bastante más elevada que la mía, así que, esperaba no desentonar mucho. 

Comenzó la clase y empecé a sentir que estaba en el infierno. Cuando alguien os diga que el Pilates es suave y que es fácil, os podéis reír en su cara directamente. Según avanzaba la clase, yo no paraba de sudar y, a cada minuto, pensaba que no podía más, aunque no estaba dispuesta a rendirme. Había ejercicios que yo no llegaba a hacer ni de coña y veía como las compañeras en la sesentena lo hacían sin problemas, “la madre que las parió a todas”-pensaba yo mientras seguía sudando a chorros y luchaba por seguir el ritmo.

Llegó el final de la clase  y me sudaban zonas por las que no sabía que se pudiera sudar. Me tomé unos segundos para recuperar el aliento antes de levantarme de la colchoneta. Cuando ya me había levantado, recogido la colchoneta y mis cosas, reparé en la imagen que el espejo me devolvía: “¡Madre mía, si parezco un gusiluz!”-pensé para mis adentros. Era clavadita al muñeco de marras, ese que, cuando lo apretabas se iluminaba, estaba roja como un tomate, sudando a mares, pelos de loca y pegados del sudor, vamos, un espectáculo.

Cogí mis cosas todo lo rápido que pude para poder salir de allí y llegar a casa cuanto antes. Pero claro, era más fácil pensarlo que hacerlo. En la corta distancia que tenía que recorrer hasta llegar al coche, pensé que no era capaz de llegar; las piernas me temblaban de una manera exagerada y reconozco que alguna parada tuve que hacer. Descubrí músculos que no sabía que tenía. Y, por fin, llegué al coche.

Cuando fui a subirme tuve que ayudarme con las manos para meter las piernas y pensé: “madre mía, verás tú las agujetas mañana”, parecerá que estoy exagerando mucho, pero os prometo que no, notaba cada músculo ejercitado en aquel infierno llamado clase de Pilates. Cuando llegué a casa, casi necesito una grúa para meterme en la bañera a ducharme, y salir no fue mucho más fácil.

Pero lo mejor estaba por llegar al día siguiente. Cuando me desperté por la mañana y quise incorporarme, noté como pequeños puñales me atravesaban cada músculo, “joder, verás que no voy a ser capaz de salir de la cama”– pensé mientras intentaba levantarme de la manera menos dolorosa posible. Después de varios intentos fallidos, hice un esfuerzo,  aguanté el dolor y conseguí levantarme. Eso sí, verme andar era un espectáculo: era un híbrido entre Chiquito de la Calzada y Manuel Fraga en su peor momento.

Después de esto, creeréis que no volví a Pilates ¿eh? Pues volví y a punto estuve de morir mientras superaba las agujetas al ritmo de aquellos ejercicios infernales, pero lo superé y ahora no puedo dejar de hacer Pilates o tortura china, cómo queráis llamarlo.

 

Ana Ferrer

@ferrermayor