Corría el año 2006 aproximadamente y yo andaba intentando terminar la carrera, a la vez que iba trabajando en lo que salía, ya que era una tiesa de cuna. Estaba un poco harta de desperdiciar todos mis fines de semana en la hostelería, hacía poco que tenía internet en casa y empecé a buscar ofertas a diestro y siniestro.

Encontré entonces una oferta de una empresa madrileña para trabajar desde casa. En aquella época, aquello era impensable y todo eran dudas, pero llamó mi atención poderosamente. Era un trabajo a media jornada, justo lo que necesitaba para poder seguir estudiando, pagaban 300€ por 20 horas semanales y no tenía que perder tiempo en desplazamientos. ¿Lo mejor de todo? El puesto ofrecido era de «animadora de chat». Por aquel entonces, yo les daba fuerte y flojo a todos los chats que me encontraba, así que parecía el trabajo perfecto para mí: si ya lo hacía gratis, ¡encima me iban a pagar por pasármelo bien!

Me postulé para el trabajo y me llamaron enseguida. Me explicaron de nuevo las condiciones y me indicaron que habría que hacer una prueba de unas dos horas para ver qué tal me desenvolvía, mi rapidez de respuesta y si era adecuada mi forma de gestionar el chat. Dos horas era mucho tiempo para hacerlo gratis, pero, si era la condición, pues adelante. 

Lo primero que me enviaron fue un contrato de confidencialidad. Era la primera vez que veía uno de ésos, pero supuse que era algo normal. Y fijamos día y hora para hacer la prueba de manera remota.

Me senté delante del ordenador y empecé a pensar en que iba a ganar 300€ cada mes sin tener que servir mesas o meterme en cocinas mugrientas. Me dieron un documento con unas indicaciones básicas que no entendí muy bien: «tienes que mirar bien lo que te aparece en la ventana de la izquierda antes de responder al usuario y dejar anotado lo que respondas», «debes ser veloz en responder», «termina tu respuesta siempre con una pregunta» y demás cosas del estilo. Sentía curiosidad y emoción.

Comenzó la prueba y se me abrieron dos ventanas: a la izquierda, una especie de ficha con información dentro de cada campo; a la derecha, otra ficha con una breve descripción, además de lo que parecía ser un mensaje de una persona que me estaba escribiendo. Aquello no parecía un chat como tal, pero no lograba poner en pie de qué iba.

A la izquierda, vi cosas como «color de pelo: rubia», «físico: delgada, 1,60m», «aficiones: ir de fiesta, la playa», etc. A la derecha, «Jose, 1,85, Zaragoza» y un mensaje como si estuviese en mitad de una conversación.

—Entonces ¿te gusta la playa? A mí también, podríamos ir juntos un día.

—Sí, me encanta, y también el campo. ¿A ti te gusta el campo? —respondí, sin saber muy bien lo que estaba haciendo. Envié el mensaje, terminando con una pregunta, tal como me habían pedido.

Se abrieron otras dos ventanas. A la izquierda, «morena, alta, me gustan los gatos». A la derecha, datos básicos de un hombre distinto del anterior.

—Me encantaría invitarte a cenar un día, tengo muchas ganas de conocerte.

—¿Y dónde te gustaría llevarme? —contesté, siguiendo las instrucciones.

Pasé dos horas respondiendo sin parar mensajes de todo tipo, algunos más inocentes, otros, más pornográficos. Después de algunos mensajes, intuí lo que estaba haciendo…

¿Recordáis aquellos mensajes que aparecían por todas partes? «Envía la palabra AMOR al XXXXX. Coste del SMS: un riñón, un testículo y tu primer hijo varón».

Pues sí, estaba contestando mensajes a un montón de hombres que buscaban al amor de su vida, o simplemente se sentían solos. En sólo dos horas, fui morena, pelirroja, rubia, tuve los ojos de todos los colores; fui alta, baja, gordita, atlética. Me gustaron los gatos, los perros, fui alérgica; tuve estudios, no los tuve. Hablé con hombres de todo tipo, hombres sin cara, a los que mantuve enganchados a sus teléfonos móviles, gastándose una fortuna, mientras hablaban con multitud de personas diferentes, creyéndolas una sola.

Y fui, sobre todo, mala persona. O así me sentí, de pies a cabeza. Me ofrecieron el trabajo, pero tuve que rechazarlo; no podía participar de aquello. Ignoraba si era legal o no, pero mi ética no me permitía volver a hacer eso.

Poco tiempo después, saltó en el telediario la noticia de empresas que habían estafado a miles de usuarios a los que hacían enviar SMS creyendo hablar con alguien que no existía. Me sentí aliviada.

Todavía hoy, me parece increíble no sólo que existan personas que se aprovechen de otras de esa manera —ahora hay otros tipos de timos en redes, aunque el fondo es el mismo—; pero me parece aún más increíble que se pudiera contratar a alguien a través de una conocida web de empleo para hacer el trabajo sucio.

He leído, hace poco, testimonios de personas que se quedaron trabajando. Y es que los de arriba saben lo que hacen: explotan la necesidad de amor de unos y la necesidad de trabajo de otros.

 

Helena con H