Este es uno de esos artículos en los que me encantaría daros la razón y deciros que estas historias que os cuento no son reales. Ojalá, de verdad, porque he tenido la suerte de encontrarme a gente maravillosa en redes sociales que ahora, pasado un tiempo, también han querido contarme sus historias para que yo les ponga voz y cuente en primera persona lo que ellas han vivido. Al principio me hizo mucha ilusión, pero ahora, que con la confianza, me cuentan sus historias más oscuras por si pueden ayudar alguien, me siento muy orgullosa, privilegiada, pero también dolida con el mundo. Que sepáis que hago esto con el máximo respeto, que todos los datos están cambiados para preservar la identidad de las verdaderas protagonistas (como siempre) y que espero estar a la altura de lo que ellas esperaban leer.

 

Conocí al que fue mi marido siendo una chica joven, alegre y muy ingenua. Todavía creía en el príncipe azul, en la buena intención de la gente y en segundas oportunidades (y terceras, y cuartas…).
He oído muchas veces a gente opinar sobre que “si te pega una vez, lo dejas, y si no lo haces ya es problema tuyo”. Es posible que yo misma pensase eso hace muchos años, porque creemos que una dinámica de maltrato empieza así, un día llega, te da un bofetón, al siguiente un puñetazo y tú, que eres tonta, te quedas a su lado. Pero esto no funciona así. Cuando te da la primera bofetada estás tan convencida de merecerla que, en vez de enfadarte, agradeces que solo haya sido eso. Te ha minado tanto la autoestima que crees realmente no merecer el amor de nadie y agradeces las migajas que él de da. Estás tan destruida por dentro que crees que tu única salvación es agarrarte a ese clavo ardiendo que en realidad te está matando (en muchos casos, literalmente).

Y así empezó mi historia. Yo, con un defecto físico de nacimiento, nunca tuve complejo alguno hasta que, con frases sutiles y de forma totalmente encubierta (“jamás te dejaría solo por ser coja”, “es precioso ver cómo te da igual que te miren como un bicho raro” y otros insultos encubiertos de halago), él me lo fue creando.

Cuando llevábamos unos meses quería ir siempre a comer a sitios de comida rápida. Me invitaba a menús enormes, me traía chocolates y golosinas al trabajo y, cuando engordé un par de kilos me dijo que no le importaba que me estuviese poniendo tremenda, que él me quería igual. No sabría decir cuando cambió esos falsos piropos por la preocupación (“quizá ya estés engordando demasiado” “me preocupa porque así de gorda, la cojera se te nota todavía más”) y la preocupación por el insulto.

Él trabajaba en el taller de su hermano, con el que se llevaba bastante mal. Siempre salía frustrado y enfadado del trabajo y… Yo entendía que con alguien debía desahogarse. Siempre me pedía perdón después de gritarme. Amenazó con suicidarse la primera vez que me dio un bofetón sonoro y me tiró en la cama del golpe. Estaba tan arrepentido…

Si embargo, dos semanas después era raro el día que no me empujaba, me zarandeaba o me daba pequeños pellizcos en la barriga cuando se enfadaba.

Él estaba muy agobiado con el trabajo, las deudas (que él mismo creaba jugando, aunque lo hiciese por el bien familiar) y por su hermano el déspota. Y yo no colaboraba, pues nunca estaba la cena en el punto exacto, cada vez me sentaba peor la ropa y no podía presumirme… Todo eran desgracias, todo eran motivos para sacarlo de sus casillas y yo era la única persona que lo entendía realmente, la única con quien podía calmarse. Solamente sentía cuanto él sufría después de nuestras disputas. Me daba pena verlo llorar arrepentido por algo de lo que él no era responsable.

Cuando se le iba de las manos y mi cara, mi brazo o mi cuello tenían alguna marca, me quedaba en casa unos días sin salir, para que nadie metiese el hocico donde no le llamaban.

Pero un día se pasó. Me dejó la cara hecha un cromo. Juraría que me había roto la nariz, tenía el pómulo derecho tan hinchado que parecía una careta de Halloween, el labio sangraba mucho y una ceja también. Tenía un brazo dislocado porque intentaba levantarme del suelo para no tener que agacharse mientras me seguía pegando y mi articulación no lo soportó. Cuando acabó, su frustración seguía ahí, no había logrado calmarse, así que me agarró del cuello y apretó con los ojos cerrados para no sentir compasión. No recuerdo mucho, sé que empezaba a verlo todo negro cuando sonó el timbre. Amazon me salvó la vida. Literalmente.

Lo siguiente que recuerdo es estar tumbada en la cama y que tenía una pierna atada al pomo de la cabecera que me impedía moverme. Grité, chillé y supliqué. Entonces apareció él, con una bandeja de comida, una rosa blanca y una Tablet sin conexión a internet. Me suplicó perdón, me acarició el pelo, me limpió la sangre seca del labio con una gasa humedecida en suero y me explicó que no podría moverme de allí en unos días. Que cuando la cara se me desinflamase un poco (permitiéndose hacer una broma como que “parecía un payasete” o algo así) me llevaría a ver a su amigo médico para que me recolocase el hombro y me viese si la nariz me quedaba torcida o no.

Yo temblaba de miedo, tenía tanto pavor por despertar al monstruo que vivía en él, que solo sabía asentir.

Me llevaba al baño cuando se lo pedía, aunque a partir del tercer día empezó a quejarse de que lo llamaba demasiado, así que me aguantaba las ganas hasta que no podía más. El último día se quedó dormido en el sofá durante horas. Me oriné encima y se enfadó tanto cuando lo descubrió que me soltó para poder ponerme de pie antes de pegarme y yo salí corriendo al balcón a gritar para pedir ayuda. Grité fuerte, grité hasta que me desgañité esperando que alguien me escuchase y acudiese en mi ayuda. Grité y grité y al no ver a la policía en el mismo momento por arte de magia, decidí que era mejor tirarme que seguir aguantando aquella pesadilla.

Lo que no sabía era que mi vecina había oído mis gritos y, al verme desesperada por la ventana había mandado a su hija llamar a la policía, pero había decidido intervenir ella mientras (aunque no es lo más recomendable). Allí se plantó aquella señora corpulenta, aporreando la puerta con un cuchillo en la mano hasta que mi entonces marido la dejó pasar. Me sujetó el brazo justo cuando me empezaba a descolgar de los barrotes con los ojos cerrados para no ver la caída.

Me levantó, me ayudó a entrar en casa y, sin soltar el cuchillo, me tiró al suelo, me abrazó protegiéndome con su cuerpo y me consoló hasta que llegó la policía.

Mi exmarido nos miraba como si aquello no tuviese nada que ver con él. Cuando la policía llegó se lo llevó detenido y mi vecina, después de una larga fase de vergüenza en la que evitaba cruzarme con ella, se convirtió en una gran amiga.

Necesité muchos años de terapia y el apoyo de mi familia y mis nuevas amistades para entender que nada de lo que había pasado era culpa mía, que no había un monstruo dentro de él, que él era el monstruo, que la violencia, cuando empieza, jamás disminuye, que yo no merecía todo aquello, que habría gente que me quisiese de verdad pues eso que él hacía no era quererme, que yo valía mucho y que nadie jamás debe tener a su lado alguien que le apague la luz constantemente, porque nunca se dan por satisfechos y poco a poco pueden llegar a apagarte la vida por completo.

Desde entonces, siempre que hablo con alguna chica joven, siempre que veo a alguna amiga preocupada le aconsejo: Cuando tengas dudas de si lo que te está pasando es normal, con vergüenza o sin ella, cuéntalo. Cuéntaselo a una amiga, a tu madre, a alguien de internet a quien no vayas a ver jamás, a quien sea. Desde fuera es mucho más evidente.

 

 

Escrito por Luna Purple, basado en una historia real.

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