Me dolía cuando follábamos y jamás se lo dije.

 

Estuve con un chico con el que de química no andaba nada mal, pero que follaba como si yo fuese una muñeca hinchable en lugar de una mujer.

La primera vez que lo hicimos, a los cinco minutos ya se estaba corriendo con un “Lo siento…”, supongo que porque no había podido esperar a que yo me corriese o a que al menos entrase de verdad en onda, y bueno, normal, no le di mayor importancia porque la verdad es que creo que las primeras veces todos solemos cogernos con muchas ganas y de cualquier modo me pone un poco eso de hacerle perder el control al otro.

En otra ocasión, habíamos discutido, y, como él es una de esas personas que en lugar de hablar, huyen de las situaciones conflictivas (no estoy tratando de justificarle, sino explicando lo que ocurría), se fue andando muy deprisa dejándome a mí irle detrás como podía durante casi una hora, llorando y angustiada porque estábamos en un pueblo desconocido, se hacía de noche y no teníamos batería en los móviles, es decir que si le perdía de vista, lo iba a pasar mal. Total que tras llegar al hotel, nos duchamos y caímos rendidos, dormidos, y en mitad de la noche me despertó su pene intentando penetrarme. Que sí, que quizás en alguna otra ocasión y circunstancia aquello me habría puesto a mil, pero que hacía apenas unas pocas horas el tío me había tratado como a una mierda, no había querido ya ni siquiera pedirme disculpas sino al menos hablarlo, y ahora estaba ahí no intentando que follásemos sino intentando follarme. Él. A mí. Tratándome otra vez como a una muñeca hinchable.

Pero yo le quería, y eso, sumado a mi baja autoestima de aquel entonces y a la necesidad insana de ser querida derivada de esta, me hicieron permitirle unas cuantas más.

De últimas ya sólo lo hacíamos en la postura que a él más le satisfacía, que era la doggy, la cual le hacía correrse pronto y bien aun cuando a mí me dejaba hecha polvo. Me dolía mucho, sí; cada embestida era como si me estuviese partiendo cada vez más desde la pelvis hasta el vientre, y, aun así, lo único que yo era capaz de hacer era intentar aguantar el tipo y pasar el mal rato apretando los dientes y asiéndome con fuerza a las sábanas. En alguna ocasión sí que llegué a hacer el amago de detenerlo con mi mano, instintivamente por el dolor, pero ya fuese que realmente él no se daba cuenta de que me hacía daño (como os digo, yo nunca me atreví a decírselo, así que cabe esa posibilidad), o que aun sabiéndolo le daba igual porque priorizaba su propio placer, jamás paró.

Tras una vez en la que todo fue especialmente brusco (entendiendo que no hablamos de BDSM, sino de una relación sexual egoísta por su parte y temerosa por la mía por miedo a perderlo), no volvimos a vernos, aunque no por eso en concreto.

Hoy por hoy me siento un poco mal cuando recuerdo todo lo que permití, pero inmediatamente pienso en que vivimos en un continuo aprendizaje y dejo de culparme. Estoy segura de que la Lady Sparrow de hoy jamás soportaría dolor por complacer a alguien, segura de que verbalizaría, sería mucho más asertiva y sabría cuáles cosas permitir y cuáles no. La Lady Sparrow de hoy, para empezar, no perseguiría a ningún grosero petulante durante kilómetros, ni dormiría luego en la misma cama.

Lady Sparrow