Ella se fue de Erasmus, ella recorrió media Europa en Interrail, ella cruzó el charco, ella conoció a gente de otros lares… ella volvió hablando raro. Después aprobó oposiciones del Estado, anduvo por la capital completando sus prácticas y ya, ahí, la perdimos.

En su peculiar transitar por la vida, se enriqueció de experiencias y cambió radicalmente el modo de hablar. Y no, no es que tenga facilidad para que se le peguen expresiones o formas de hablar de otros lugares. Mari, al hablar en inglés, decía “sank” y no “zanks” (pronunciación del inglés “thanks”), así que eso de la permeabilidad no era.

Mari tenía su peculiar forma de hablar, autóctona y muy arraigada. Y se le entendía perfectamente, pero Mari era más de su barrio que la tienda de ultramarinos de la esquina, que sigue vendiendo chacina al corte en papel de doña fea (de estraza, para las/os no iniciadas/os).

Mari se crió en la peluquería que su madre montó en el salón de su casa, de la que salen señoras peinadas en serie, en la que se cocinan todos los cotilleos del pueblo.

Mari se ha sentado a beber “litronas” y comer pipas en el banco del parque hasta las dos de la mañana de cualquier noche de verano.

Pero se echó al mundo, dejó atrás su vieja vida de persona llana y humilde y, para materializar el cambio, volvió hablando de otra manera. Y eso se nota, ¿eh? Porque las expresiones y la forma de hablar de alguien son tan identificativas como el color de ojos. Conforman su esencia.

Fue la comidilla de las reuniones de amigas. Cuando ella hablaba, a su alrededor se multiplicaban las miradas cómplices. Luego se comentaba, claro. No nos culpéis, es que esa manera de expresarse queda artificial.

La cuestión es que Mari no solo cambió su habla, es que también cambió sus valores personales. Fue un combo que desbordó a sus amigas de toda la vida. En una de nuestras reuniones, lanzó sin pudor la impopular opinión de que que ella no tendría una relación de pareja con alguien con una formación inferior a la suya. De hecho, en cuanto encontró la complicidad de otra, puso un ejemplo muy explícito: “Es que, a ver, siendo realistas, ¿qué te puede aportar un albañil?”. Poco le importó que hubiera delante hijas o hermanas de tan nobles profesionales.

¡Jartura con j!

Pareciera que estoy mezclando cosas entre ser una capulla y cambiar de acento, pero no, todo es parte de lo mismo. Mari vio mundo y prosperó, pero, curiosamente, en su presunto desarrollo personal se cargó con nuevos prejuicios y se volvió clasista. Directa e indirectamente. Porque sí, tan clasista es invalidar o despreciar un acento frente a otros como hacer de menos a alguien por su profesión.

Con la amplia y rica variedad de acentos que tiene el idioma español y lo mucho que algunos se empeñan en identificar el supuesto neutro. Neutro como sinónimo de distintivo y bueno, claro. Yo no sé cuál es ese neutro, pero sí sé que tiene una característica: distingue entre la “s” y la “c” al hablar. ¡Cuando la inmensísima mayoría de hispanohablantes no lo hace!

En Andalucía somos viejas sufridoras de ese problema: la supuesta necesidad de hablar “fisno” para aparentar, como decimos con sorna. Ni aquel icónico anuncio de Lola Flores hablando del acento disuade a muchas de esconderlo. Aquí podemos dividir a la gente en tres grandes grupos: quienes lo fuerzan, quienes lo ocultan y el resto. Y al segundo grupo pertenece mi amiga.

Que una cosa es sustituir tus muy informales expresiones cotidianas, las del barrio, por algo más neutro para hacerte entender. Que entiendo que a un vallisoletano no le vas a decir, “Voy ancá güela”, si no “Voy a casa de mi abuela”. Pero, ¿esconder tu acento, Mari? Y, lo peor, hacerlo porque te sientes superior. Po va a sé que no, ía.

Anónimo