Cuando era pequeña mi padre se fue de casa un día a un viaje de negocios y, un mes más tarde, llamó para decir que no volvería. Un detalle por su parte.
Mi madre cayó en una profunda depresión de la que parece salir cada mucho tiempo, pero en la que recae con el vuelo de una mosca. No la culpo, su vida nunca fue fácil. De pequeña tuvo que ponerse a trabajar para ayudar a su madre con sus hermanas pequeñas, pues su padre se había marchado. La figura paterna inexistente la había marcado tanto que, la posibilidad de repetir su historia conmigo, la torturaba de mala manera.
Cuando tenía 15 años, una noche oí cómo mi madre lloraba desesperada. No era poco frecuente, pero ese día había algo distinto en su llanto. Había angustia, pero había también rendición. Me asusté mucho y me levanté despacio, sin hacer ruido. La oía lamentarse y me dolía, pero no sabía qué debía hacer. Me había acurrucado mil veces a su lado cuando estaba así, pero algunas veces no lo tomaba nada bien y se acababa enfadando conmigo. Otras, me abrazaba y me decía que era su salvavidas. Por si acaso, me acercaría a ver qué necesitaba de mí en esta ocasión.
Caminé temblorosa por el pasillo oscuro y vi la luz del baño reflejada en el suelo por la rendija que quedaba abierta. El reloj del pasillo marcaba las 4, no creía que fuera tan tarde, no entendía qué hacía a aquellas horas despierta. Entonces me asomé y vi la bañera llena de agua y su pelo recogido en un moño alto, vi el agua saliéndose de la bañera teñida del rojo se su sangre que no paraba de brotar de sus muñecas. Me asusté tanto que no pude moverme en unos segundos que se hicieron eternos.
Salí corriendo sigilosa, como si al saber que yo la había visto pudiese desangrase más rápido. Cogí el teléfono fijo de la cocina y llamé a mi tío, no sabía qué otra cosa hacer. Al oír mi voz imaginó lo que estaba pasando, me pidió que envolviese las muñecas de mi madre en toallas, quisiera o no, y que esperase por él o por la ambulancia, lo que antes llegase, con la puerta de la calle abierta.
Obedecí sabiendo que la vida de mi madre era lo que estaba en juego. Abrí el portal con el telefonillo y dejé la puerta de la calle totalmente abierta. Corrí por el pasillo con las toallas que hice volar de la habitación de mi madre, que estaba de camino y entré en el baño como un torbellino. No hubo ni una palabra. Era como si un técnico hubiese entrado a reparar una avería. Entré, la sujeté, se revolvió al principio un poco, pero se doblegó ante mi firmeza y seriedad. Envolví aquellas muñecas cortadas y apreté con toda la fuerza que puede tener una adolescente escuálida. Tenía mi mirada fija en la puerta, esperando que alguien apareciese para solventar la situación. Mi madre empezó a decir “lo siento, lo siento mi niña, lo siento” como si pudiese solucionar algo con aquellas palabras. De eso hablaríamos más tarde, ahora solamente necesitaba que alguien cosiera aquellas heridas y me dijese que todo iría bien.
Oí a mi tío dar indicaciones al técnico de la ambulancia. Aparecieron en el baño como una caballería llega al campo de batalla. SE abalanzaron sobre ella para atenderla mientras mi tío me apartaba con gracilidad y cariño. No sabía que estaba llorando hasta que me di cuenta de lo insistente que estaba siendo con su “Cálmate, ya pasó todo, lo has hecho genial, vamos, cálmate”. Supongo que hice algo similar a disociar en esos momentos.
No recuerdo mucho del resto de la noche. Sé que dormí en el hospital y que al amanecer mi tío me llevó a su casa. Su mujer fue a mi casa a limpiar el estropicio para que yo no tuviera que volver a ver aquellas manchas de sangre.
Al día siguiente volvía a mi casa, pero mis tíos venían conmigo. Supongo que algún psicólogo les recomendó no sacarme de mi entorno ni mi ambiente o que no asociase más mi casa a aquel escenario terrible… Yo que sé, es lo único que se me ocurre para justificar aquel cambio.
Después de dos semanas en que me informaban cada día de las mejorías de mi madre, que me explicaban que no tenía la culpa de nada y que mi madre estaba enferma, aquella señora que había querido quitarse la vida dejándome sola en una casas inundada de agua y sangre, volvió.
Apareció a media tarde de un viernes. Llevaba unas poco discretas vendas tapándole las heridas de las muñecas. Estaba despeinada, exageradamente bien vestida (mi tío claramente era el responsable de esto) y parecía aturdida. Cuando me vio me sonrió como se sonríe a un niño desconocido por la calle si se te queda mirando. Se metió en la cama y no supe nada más hasta el día siguiente.
Nadie más volvió a hablar del tema. Mi tío se quedó varios meses con nosotras hasta que, no sé si por decisión propia o por recomendación médica, se fue y dejó a mi madre como única adulta responsable de mi casa.
Años más tarde, en uno de mis ataques de ansiedad, mi madre me abrazaba y me preguntaba qué me pasaba. Ella no sabe lo que es dormir cada día pensando que me podría despertar muy cerca de su cadáver. Cuando le dije, al fin, qué era lo que me atormentaba tanto ella me dijo que no dijese tonterías, que eso no iba a pasar. Yo, al fin, me vi con fuerzas de reprocharle lo que me había hecho vivir y ella me dijo que debía de haber sido una pesadilla.
Entiendo su enfermedad. Entiendo la negación, pero no entiendo que nadie le explique a ella o a mi familia que negarme aquel trauma solo hace que aumente. Mi primer psicólogo me planteó la posibilidad de que me lo hubiese inventado. La segunda, de casualidad, era la que había llevado a mi madre durante su ingreso. Así que, con total certeza y para mi absoluto alivio, me miró a los ojos y me dijo “Es cierto, no estás loca, aquello debió de ser horrible, es normal que estés así” Y con solo la validación de una desconocida, mi ansiedad se redujo y pronto pude asumir que mi madre, aquello, no ME lo había hecho a MÍ.
Escrito por Luna Purple, basado en la historia de una seguidora.
(La autora puede o no compartir las opiniones y decisiones que toman las protagonistas).
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