Los tacones son mi criptonita. Esto no ha sido así desde siempre porque empecé a llevarlos a la tierna edad de 5 años. No, amigas, no es que me apuntaran a concursos de belleza tipo Pequeña Miss Sunshine, es que si eras niña andaluza en los 90 existía una alta probabilidad de que te apuntaras a baile flamenco como actividad extraescolar. Decidme a mí qué necesidad hay de ponerle a una niña pequeña zapatos de tacón, pero claro, eran exigencias de la disciplina, tampoco creo que sea muy sano usar zapatillas de ballet, pero no soy médico ni fisio, así que no entraré a juzgar lo de los daños colaterales. 

Durante esa época viví una especie de amor-odio por los tacones. Me gustaba la sensación de llevarlos y sentirme poderosa por saber usarlos, caminar por un escenario como una mini Lola Flores… pero en las actuaciones a veces los llevaba durante horas, había que hacer largas esperas de pie y aquello me minaba la moral y los talones de rozaduras. Vamos, que me pasé media infancia con ampollas en los dedos meñique, en una época en la que aún no existía el Compeed. 

En mi adolescencia dejé las clases de baile y pensé que me libraría de los tacones, pero no, aquello no había hecho más que empezar. Solo diré dos palabras: discoteca light. ¿Vosotras también ibais? En mi ciudad había unas pocas y me encantaba ir con mis amigas, pero me aterraba el dress code, porque claro, lo de ponerse mona y pintarse ok, pero lo de destrozarme los pies no tanto. 

Todo nuestro afán era arreglarnos un montón y parecer lo más mayores posible porque, aunque fuera light, queríamos aparentar más edad, lo que resultaba directamente proporcional a ser más guais, eso era así. Así que en invierno con llevar botines con plataforma colaba, pero con la llegada del buen tiempo tuve que sucumbir a los típicos zapatos salón de la época y mis metatarsos imploraban misericordia al ritmo de Black Eyed Peas y Shakira. 

En la universidad no fue mucho mejor. Estudié en una ciudad en la que se tomaban muy enserio el outfit, sobre todo en ciertos locales, y te arriesgabas a que tus amigos entraras y tú te quedaras fueras como una pringada porque llevabas un zapato inadecuado. En aquel momento comprendí mejor que nunca que Zapatillas de El canto del Loco era mi himno, la que por cierto, también bailé en la discoteca light

Con el tiempo dejé de ir a ese tipo de locales, no ya por los tacones, sino porque no iba mucho con mi forma de pasarlo bien y me empezó a atraer más los pubs con música en directo, las terracitas en verano, en definitiva, lugares en los que podía llevar los zapatos que me salieran del higo. 

Ahora solo uso tacones para la BBC: Bodas, bautizos y comuniones. Habría que añadir graduaciones y poco más. Muchas mujeres me han dicho que si lo paso tan mal que no debería usarlos nunca, que le den a los cánones, que me marque un Kirsten Stewart en Cannes y me los quite y vaya descalza como Rigoberta Bandini en el Benidorm Fest. Acabo poniéndomelos por exigencias del outfit, porque el vestido no quede bien con otro zapato o, literalmente, me lo pise. 

De todas formas, tampoco soy una kamikaze, he dado con un método para minimizar daños: una conocida me dijo que forrase las partes problemáticas ―en mi caso, la parte alta de los talones y los meñiques― ¡con salvaslips! ¿Cómo te quedas? Es más efectivo que las tiritas porque amortigua bastante, lo único que hay que tener pulso de cirujana para recortarlo muy bien y que no se asome un filo blanco por fuerza del zapato. Para garantizar una mayor efectividad, trato de usarlos con plataforma, evitar los stilettos y darle bien al alcohol siempre que la situación lo permita.

En fin, que si me conoces y estás leyendo esto y me quieres invitar a tu boda preferiría que hicieras una ceremonia hippie en la playa porque, a ver, emborracharme me voy a emborrachar igual, pero como mejor voy es en chanclas de goma y sin sujetador. 

Ele Mandarina