Vivo en una zona residencial de casas adosadas. Estamos pegados pared con pared y los jardines están delimitados por un muro bajo. Algunos lo suben, lo hace más alto y aumentan la intimidad de su parcela. No era nuestro caso. Es una urbanización familiar. En la mayor parte de las viviendas hay familias con niños pequeños, aunque también hay matrimonios de personas mayores con hijos independizados. En todas las casas, menos en una. En la número 13 vive un chaval italiano. De alquiler, solo, joven, guapo, que además debe tener problemas económicos porque no usa ropa.

Es mi vecino. El de al lado. El de la pared con pared y con el que comparto el muro (bajo) del jardín. El que tiene problemas económicos y no usa ropa. Ese mismo. Es mi vecino.

La primera vez que lo vi desnudo fue cuando salí a recoger la ropa que había tendido la noche anterior. Estaba en una hamaca, boca arriba. Lucía gafas de sol y llevaba puestos unos auriculares de diadema. Ya está. Nada más. Tuve que mirar dos veces de la sorpresa. De esta que no te crees que un tío esté en pelotas en el jardín contiguo.

Fue la primera vez de muchas. Normalicé que a mi lado vive un chaval nudista. Soy de Canarias, así que mi amigo el italiano se puede permitir ir desnudo el 90 % de los días que conforman el calendario.

Pero no era el solo

Estaba yo subida a una silla, colgando banderolas para una fiesta, cuando mi ángulo de visión se amplió. En él, apareció una joven haciendo la postura del árbol en yoga. También desnuda. De esto que intentas no mirar, aunque por el rabillo del ojo estás percibiendo los cambios de posición. Al lado de la joven, hizo acto de presencia otra mujer un poco más mayor, que estiró su alfombrilla y se quitó una bata para sumarse al nudismo de su compañera. Aún sin terminar de procesarlo, ya había otro tío justo detrás de ellas. También desnudo. Las personas se multiplicaban como el pan y el vino en las Bodas de Caná.

Al par de días, me tropecé con una vecina en los buzones. Jubilada y más cotilla que yo, si cabe, me preguntó por el vecino italiano nudista: “Oye, ¿tú has visto que siempre va… desnudo?”. Ella vivía justo en la casa de delante, cruzando la calle. Me aseguró que a través de la ventana del a cocina, veía el trajín de gente desvestida. Estaba más enganchada que a una serie turca. En su vivienda se había montado un palco para observar al chaval como una voyeur profesional. Le conté lo que sabía: “Creo que imparte clases de yoga en el jardín de su casa”. Es una señora bastante juzgona con otros residentes y pensé que criticaría el desarrollo de la actividad ilegal bajo el régimen de alquiler y blablablá, pero no. Se quedó pensativa, con la mirada perdida en el infinito.

Ese mismo fin de semana, tuve invitados en casa. Preparando la mesa en el jardín fue cuando la vi. Estaba con la chica de la ocasión anterior, la del árbol, pero también con otras 5/6 personas más. Hacía la postura del guerrero. Concentrada… y desnuda. Mi vecina, la jubilada, practicaba yoga en casa de mi vecino, el italiano. Todos desnudos.

Si no puedes con tu enemigo…

Volví a tropezarme a la vecina. Se sentía renovaba y me contó lo mucho que había cambiado su día a día desde que practicaba yoga con el italiano. Me aseguró que el ambiente era sano, que las clases eran buenísimas. Intentó convencerme de que asistiera con ella, insistió en que lo probara. Además, me habló de que ofrecía un desayuno riquísimo antes de la lección.

Mi marido, que solo pensaba en levantar el muro y crear una frontera con hormigón armado, no compartía para nada la recomendación de mi vecina cuando me vio haciendo la postura del águila con 6/7 personas más en el jardín del vecino. Me uní al “enemigo”. Fui. Solo una vez, pero fui. Quise probar la vivencia, aunque no me gustó. Aunque no vi a nadie fumar, parecían estarlo. Le eché la culpa al brownie que me negué a probar porque soy celiaca. A saber de qué estaba hecho, pero todos acababan haciendo yoga desnudos en el jardín.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real.