Ser profesora de secundaria nunca fue para mí una prioridad.

Siempre creí, y este argumento se vio retroalimentado por todos los comentarios emitidos por mis profesores de la universidad, que las personas que acababan siendo profes eran los fracasados de su promoción, los que no aspiraban a obtener becas para seguir formándose.

Nada más lejos de la realidad.

Lo que para mí empezó siendo un trabajo de profesora a domicilio para sacarse unos duros, terminó convirtiéndose en mi vocación.

Durante los primeros cursos andaba más perdida que un pedo en un jacuzzi en cuanto a legislación y documentos se refiere. Sin embargo, algo que nació con naturalidad desde el primer día fue la cercanía y la empatía con los chavales. Por muchas ganas que tuviera de estrangularlos en algunas ocasiones, luego pensaba que cuanto menos oxígeno en el cerebro, peor. Eso es empatía de toda la vida.

La sorpresa llegó hace unos años cuando me destinaron a Aulas Hospitalarias en el hospital de la ciudad. Un trabajo cargado de comunicaciones constantes con centros, familias y médicos, itinerancias a diferentes viviendas repartidas por toda la provincia, unas compañeras maravillosas en las que apoyarme y unos altibajos emocionales que le han dado un vuelco a toda mi perspectiva de vida.

En resumen, nuestro trabajo consiste en prestar al alumnado enfermo, tanto si está hospitalizado en el hospital como si está en el programa de hospitalización domiciliaria, una normalidad educativa dentro de su enfermedad.

Supongo que ahora mismo estaréis pensando lo mismo que pensaba yo. “¿Cómo es posible que estos niños y niñas tengan que seguir estudiando y hacer deberes si están enfermos, con todo lo que su enfermedad implica?”. 

Esta respuesta escapa a mi control, pero son ellos mismos y sus familias quienes solicitan nuestros servicios. Dentro de su enfermedad, lo único que les hace seguir siendo niños y sentirse normales dentro del hospital es todo aquello que les vincula a su centro educativo y les implica hacer cosas propias de niños de su edad.

A lo largo de estos años, nos hemos encontrado con muchos casos diferentes de niños y adolescentes. Los que solamente están ingresados un par de días, aquellos que se quedan una semana, los que se quedan ingresados meses y algunos casos excepcionales con los que hemos estado varios cursos.

Imagino que os podéis imaginar los diagnósticos. Desde un cuadro gastrointestinal hasta un cáncer terminal pasando por alguna rotura de algún hueso, algún cuadro de migrañas, varios casos diferentes de salud mental, y otras apariciones extrañas por urgencias como electrocución, objeto punzante en un ojo, dedo atrapado en algún objeto estrecho, y un largo etcétera, que suponen un ingreso de un par de días para evaluación de la evolución del paciente.

No hace falta decir cuál es la parte más dura de todos los diagnósticos. Nosotras acompañamos hasta el final a nuestro alumnado. A veces hasta el final del ingreso, y otras hasta otro tipo de final.

Es un trabajo duro, pero también aporta mucha luz.

Ver a estos niños, niñas y adolescentes disfrutar con algo que sus iguales odiarían, como puede ser hacer deberes de matemáticas, te cambia. Ver su gratitud independientemente de sus circunstancias, te hace darte cuenta de que los adultos nos quejamos por cosas muchas veces sin sentido, y que al final, lo bonito de la vida, de la mía al menos, es acompañar y poder ayudar a los demás en todo lo que esté a mi alcance.