¿RELOJ BIOLÓGICO O RELOJ SOCIAL?… ¿REALMENTE DESEAS SER MADRE O SOLO HACER LO QUE TOCA?
Mi reloj biológico se quedó parado. No fue algo súbito; empezó a fallar de forma insidiosa, hasta que su tictac dejó de resonar en mi cabeza. Fue entonces cuando empecé a poner en duda su existencia, a cuestionarme sus axiomas. ¿Existía realmente tal cosa o los relojes biológicos eran “los padres”?
Hasta los veintimuchos creí en él con una convicción férrea, como en tantos otros argumentos falaces. Soy un alma cándida, qué le vamos a hacer. De niña daba crédito a mi hermana cuando me contaba que mis padres me habían recogido en un canasto abandonado debajo de un puente. De adolescente confiaba en las promesas de amor del chico que me engañaba con la vecina. A los veinticinco estaba convencida de que ganaría la lotería de Navidad.
En base a todo lo anterior, como podéis suponer, yo soñaba con el ideal de familia que me vendían las pelis: un marido fornido, una casa ideal y dos adorables hijos.
Rememoraba escenas de mi niñez en las que me veía a mí misma cuidando de mi Nenuco, alimentándolo con una papilla inexistente que había removido con esmero sobre un inexistente fuego, y me convencía así de que yo estaba hecha para eso. Sin embargo, -que selectiva es la mente-, bloqueaba esos otros momentos en los que olvidé a la “criatura” en el parque, aquella vez que le rompí la cabeza o todas esas ocasiones en las que le colocaba la ropita del revés. Esta segunda remesa de recuerdos debería haberme dado pistas de que yo no estaba hecha ni para cuidar de un poto.
Tales eran mis ganas de poner mi granito de arena a la perpetuación de la especie que cuando terminé mi primera relación, tomé una determinación: Si no volvía a encontrar pareja, sería madre yo sola. En este punto, rondaría ya los treinta años, y una de las piezas que conformaban el puzzle de lo que a mi entender debía ser una “existencia plena” había sido derribada. Así que, resignada, me convencí de que no pasaba nada por tirar la ficha del “marido perfecto”, como quien, contemplando su construcción de Legos, decide que su castillo luce igual de majestuoso sin una de sus dos torres laterales. ¿Quién dijo que los castillos tenían que ser perfectos y simétricos? ¿En qué Real Decreto se estipulaba?
Continué con la idea de la maternidad, pero los años transcurrían y “nunca era buen momento”. Observaba a las madres de mi alrededor, compañeras y amigas, mujeres admirables todas, pero estresadas, exhaustas, sobrepasadas. Vi a Olga almorzar de pie mientras preparaba la mochila de su hija para una extraescolar. Escuché a Sara lamentar su dificultad para salir de cervezas con las amigas. Me percaté de que María, seriéfila empedernida, ya no estaba al día de las novedades de Netflix; en su casa solo quedaba lugar para Peppa Pig. Contemplé a todas estas mujeres correr de aquí a allá, desvanecerse, desprenderse de la que un día fue su identidad y transformarla en una nueva. Una nueva colmada de amor del bueno, pero necesitada de un tremendo espíritu de sacrificio.
Y por fin, me hice las preguntas correctas. ¿De verdad quería ser madre o solo hacer lo que tocaba? ¿El reloj biológico era tal cosa o se trataba, quizás, de un constructo social? Estaba claro que yo era una mujer, biológicamente hablando. Mis revisiones ginecológicas, mi sujetador 95B y la pasta que invierto en tampones daban fe de ello. Así que si de verdad existía esa especie de mecanismo innato en nosotras… ¿Por qué estaba desapareciendo en mí? ¿El famoso reloj era algo analógico, ancestral y fisiológico o tal vez se trataba de un dichoso artilugio digital y socialmente programado?
Por otra parte, me inquietaba la posibilidad de vivir en un eterno estado de desasosiego. Soy ese tipo de persona que se preocupa por todo: por lo tuyo, por lo mío, por lo del vecino, por aquel comentario inapropiado que hice en la cena de empresa de 1993. Si un familiar no responde al teléfono en varias horas no pienso que su móvil pueda estar sin batería, sino que se ha precipitado con el coche por un barranco. Ansiedad es mi segundo apellido. ¿Cómo iba entonces a lograr gestionar la intranquilidad que me acompañaría para los restos si traía al mundo a un ser que dependiese de mí?
Al final, comprendí que me gustaba mi vida tal y como estaba. Que no estaba obligada a poner el pie en el siguiente peldaño. Me gustaban mis noches de Netflix, mis viajes, mis cervezas improvisadas con amigos y disponer de tiempo para mí. Podréis pensar que soy egoísta, pero os aseguro que nada más lejos de la realidad, y, precisamente por ello, porque ya invierto mucho esfuerzo en preocuparme por todos, decidí que no quería cargar mi mochila con más peso.
No pongo en duda que el amor materno-filial sea la forma de amar más pura que se pueda llegar a sentir, pero como no voy a experimentarlo, emplearé mis energías en sentir plenamente las otras expresiones de amor que sí conozco (familia, amigos, pareja). No por ello mi forma de querer es poco valiosa, ni mis amores de marca blanca. “No conocerás el amor verdadero hasta que seas madre”. Pues mira, chica, discrepo.
Estas son mis razones, pero las tuyas pueden ser otras. Resulta igual de válido el argumento “porquenomesaledelhigo”, sin aderezo, sin floritura y sin explicaciones. Existimos mujeres que no deseamos tener hijos y no por ello tenemos que soportar las miradas displicentes o condescendientes de las que no veis la vida de la misma manera; ni comentarios con ojitos lastimosos del tipo “-¿No te vas a arrepentir? Así ya no estarías sola”. Mujeres del mundo, los tiempos han cambiado, seamos respetuosas. Admiro vuestra elección, pero yo, personalmente, hace tiempo que estampé mi reloj biológico contra la pared y me compré uno con bluetooth que cuenta los pasos que doy, recorriendo el mundo a mi manera.