No sé si alguien leerá esta historia, pero necesito confesarme de algo que llevo dentro desde hace meses: no supero la muerte de mi perro. 

 

Soy una mujer de casi sesenta años, sin amigos íntimos ni familia que viva cerca de mí. Hace años, cuando rompí con mi pareja, me mudé de ciudad. Me fui sola a vivir a un piso alejado del centro y encontré trabajo en una fábrica. Todo parecía ir bien, me acostumbré a mi nuevo puesto de trabajo, me acostumbré a la nueva ciudad y también me acostumbré a la soledad. Estaba sola todo el día, desde que me levantaba hasta que me acostaba, con excepción de la jornada laboral. Se me hizo cotidiano llegar a casa y no tener a nadie que me recibiera o nadie que me despidiera al irme. 

Después llegó Draco. Un perro mestizo llevaba rondando mi barrio durante días, se le veía asustado y con hambre, como si llevara perdido un tiempo. No parecía un cachorro y me partía el corazón pensar que lo que había conocido toda su vida era andar perdido por las calles comiendo basura. Después de varios días de dejarle comida y agua, el perro cogió confianza conmigo y me dejaba acariciar su pelo blanco y rizado. Como era de esperar, acabé rescatándolo, lo adopté oficialmente. Tras llevarle al veterinario y asegurarme de que su salud estaba bien, se vino conmigo a casa. 

Draco se adaptó muy pronto a la vida de marqués que llevaba. Como vivía sola, podía gastar buena parte de mi sueldo en comprarle la mejor comida, incluso cocinándola yo misma. También tenía camas por toda la casa, mucho más juguetes de los que usaba y le mimaba haciéndome con los mejores champús que le dejaban su pelo rizado sedoso y brillante. 

Pasaba todas mis horas libres paseándole, llevándole a todos los sitios de la ciudad, disfrutando al ver cómo corría por el campo y por el césped, jugando con otros perros. Cuando Draco superó los traumas de su anterior vida, se convirtió en un perro muy sociable. Así, me hizo a mí también ser sociable. Disfrutaba charlando con los demás dueños de perros, hasta tal punto que creé mi propio círculo de amigos, tanto humanos como perrunos. 

Con los años, Draco envejeció mal. Su vida como perro callejero había dejado estragos en él que sólo se vieron con el pasar de los años. Llegó un momento en el que estaba tan enfermo que no comía ni bebía, yo tenía que darle de comer y de beber con una jeringuilla. No tenía ánimos para salir de la cama y apenas podía moverse. No queriendo verle sufrir más y aconsejada por mi veterinario, le pusimos la inyección para que mi Draco descansase por fin. 

Nunca me he sentido tan sola. En mi casa solía haber un bullicio constante de ladridos y correteos felices. Pero desde la partida de mi fiel compañero de cuatro patas, Draco, el silencio se había apoderado de mi casa y mi corazón. Cada rincón de la casa parecía vacío sin la presencia de Draco. Ya no escuchaba el sonido reconfortante de sus patitas en el suelo, ni sus ladridos emocionados cuando llegaba a casa después de un largo día de trabajo. La ausencia de su peluda figura en la puerta principal, con la cola moviéndose frenéticamente de un lado a otro, era como un agujero en mi alma.

Meses después de su partida, sigo sin poder superarlo. Me da vergüenza admitirlo y jamás lo he hecho en voz alta, pero estoy segura de que se me nota. Ya no tengo excusa para salir a pasear todo el día, además me dolería encontrarme con mis amigos acompañados de sus perros, sentiría más la ausencia de mi Draco. 

Es más, me enfado cada vez que me encuentro con mis amigos por la calle o en el supermercado, pensando en cómo ellos sí tienen el privilegio de llegar a casa y ser recibidos por sus compañeros peludos y yo no. Pero lo que más me enfada es la gente que me aconseja, que no es poca, que adopte otro perro. Ya ni siquiera intento evitar ser borde cuando respondo. Nadie va a sustituir a mi Draco y, además, no lo quiero intentar. El dolor que me dejó que se fuera es lo único que tengo de él y me aferraré el cuanto pueda. 

Soy una mujer de casi sesenta años, sin amigos ni pareja, solitaria que no supera la muerte de su perro que pasó hace casi medio año. Es fuerte decirlo en voz alta, pero creo que contarlo aquí me ha hecho bien, admitirlo incluso para mí misma.

Anónimo

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