Hace muchos años (prefiero no echar cuentas) que estudié en dos academias diferentes para sacar varios títulos de masajista. Era algo que llegó a mi vida por casualidad y que me gustó y se me dio bien desde el principio. En la primera academia pasé bastante tiempo adquiriendo conocimientos de anatomía, pero también recibiendo consejos sobre cómo aplicar y cómo no todo lo que estábamos aprendiendo.
En la primera clase, lo primero que nos dijo la profesora que se encargaba de la parte práctica fue: “Nunca deis un masaje gratis, ni siquiera ahora que estáis aprendiendo, jamás lo deis a cambio de nada. No es necesario que cobréis dinero, puede ser una cena, un cine, una clase de manualidades… ¡Lo que sea! En el momento que hagáis un masaje a cambio de nada y menos aun si os lo piden directamente o estaréis condenados de por vida al “me duele aquí, mírame allá” para siempre”.
¡Qué razón tenía! Si es que, si es lo primero que te dicen, antes aun de pedirte distinguir el bíceps del pectoral, por algo será.
Ahí empecé yo a hacer masajes a un equipo de baloncesto. A cambio podría poner en mi currículum que colaboraba con un equipo y me valdría hasta cierto punto como experiencia. Era rara la semana que no tenía uno o dos pares de gemelos contracturados en mi camilla. Pero luego mi problema realmente importante se trasladó a mi vida más personal.
Yo ya no podía pedir que mi novio me diese un masaje en la espalda, aunque mi finalidad real fuese que me metiese mano y acabar retozando cual potros salvajes. No, porque “yo no sé, tú lo sabes hacer mejor y no te va a gustar” y ahí me quedé desterrada a ese mundo en el que no tienes derecho a que nadie te frote la espalda aunque sea, si no es un terapeuta titulado, porque todo el mundo cree que vas a analizar cada movimiento y pensar que es una mierda de masaje.
Y no solo eso, si no que mi novio, de pronto, se convirtió en un experto en auto diagnosticarse tendinitis, contracturas y demás lesiones del sistema locomotor basándose en sus cero conocimientos sobre anatomía y sus mil búsquedas en Google (al menos descartaba los enlaces en lo que sus síntomas eran relacionados con cáncer, esta vez) y entonces venía su frase estrella “¿Me miras aquí? Es que tengo una tendinitis aquí…” y se buscaba incrustándose el dedo pulgar entre dos músculos de un brazo o una pierna y, al llegar a algún músculo más profundo, se frotaba en sentido inverso al sentido de las fibras y gritaba diciendo “¿Ves? Es que esto me duele muchísimo”. Pues claro, idiota, si te clavas el dedo así, te duele porque ¡te estás clavando el dedo! Creo que no es necesario un doctorado en medicina para entenderlo.
Se frotaba tanto que se acababa haciendo daño de verdad y como, una sola vez, cediera y le intentase ayudar, no es que quisiera todos los días, es que cada poco rato decía que había mejorado un poco y que si podía seguir.
Llegó un momento en que acabé aborreciendo hacer masajes, me parecía algo desagradable, forzado y que me producía un rechazo absoluto.
Pasaron los años, mi novio pasó a la historia y apareció quien es hoy mi marido. A él, como amigo, le hice un masaje a cambio de una cena. Cuando surgió el amor y apareció la intimidad, en la primera ocasión en que dijo eso de “Es que a ti se te da mejor” le dije que yo no me podía dar masajes a mí misma y desde entonces disfruto como una enana con sus caricias en las piernas cuando los niños me hacen pasar de pie toda la tarde viéndolos tirarse por el tobogán, cuando estoy estresada y me masajea los pies o cuando queremos iniciar una noche de pasión y empezamos embadurnándonos en aceites con esencias exóticas.
Lección totalmente aprendida, maestra, cuando aprendes a hacer masajes debes cobrar algo a cambio SIEMPRE. (Esto es aplicable a cualquier cosa en realidad, porque basta que sepas hacer algo a nivel profesional para que alguien se pueda aprovechar de tu confianza, pero en este tema afecta todavía más a nivel personal e íntimo).
Escrito por Luna Purple, basado en una historia real.
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