• Quise ligar con el veterinario y terminé rescatando a mi gato de un armario

Tengo la firme creencia de que la gente cachonda hace girar el mundo y os voy a explicar por qué. Cuando me veo metida en una situación surrealista pienso ¿Si tuviese un voto de castidad habría terminado en esta situación? Y la respuesta siempre es no. Cuando te despiertas un domingo de resaca en casa de un desconocido con el que no tienes nada en común más que las ganas de f*llar no piensas ¡ah ahí va otra buena decisión tomada!

 Normalmente (que no siempre) te invade un sentimiento de culpa con el que tu cuerpo te recuerda que podías haber aprovechado mejor el tiempo, como poniendo al día la plancha o adelantando capítulos de tu serie favorita.

Pero seamos sinceros, los momentos en los que nos dejamos llevar por nuestros impulsos son la salsa de la vida. Crean situaciones graciosas y recuerdos que, de un modo u otro, son inolvidables. 

En mi caso, por ejemplo, me dejé llevar por un veterinario buenorro y casi tenemos que llamar al SEPRONA para controlar a mi gato. 

Todo comenzó cuando adopté un gatito, tras informarme en la protectora decidí que la mejor decisión era castrar al animalillo para evitar futuros problemas. Así que me dispuse a buscar un veterinario en mi zona y encontré la clínica de un chico muy mono. Dos posts de Instagram de la clínica fueron suficiente para darme cuenta de que era el sitio ideal para mi mascota y su salida dueña.

De manera que pedí cita por teléfono y cuando llegó el día allí me planté. En mi defensa diré que el chico superaba las pocas fotos que había visto. Era un tiarrón moreno de 1.90, con ojos azules preciosos, que me tenían completamente derretida.

Pero no solo eso, encima era super simpático. Me explicó todo el procedimiento, que comenzaba por hacer una sencilla analítica al gato. 

Tengo que decir que mi gato es la reencarnación de Satanás. Es asustadizo y con personas desconocidas se pone hecho una fiera. Este es un dato que debí tener en cuenta cuando el veterinario me pidió que lo sujetase firmemente, pero no lo hice. 

No lo hice porque en mi cabeza estaba fantaseando con nuestra noche de bodas y los nombres de nuestros tres hijos. 

El gato aprovechó mi debilidad y se fue corriendo mientras bufaba como un poseso. Se recorrió toda la sala en la que estábamos, tirando bandejas, papeles, la aguja de la analítica, en resumen, despejo todas las superficies posibles (sobre las cuales yo había fantaseado con empotrar a mi nuevo amigo).

El veterinario se sonreía elogiando la “gran personalidad” del animal y yo ya estaba tan nerviosa que era incapaz de atrapar al gato y meterlo en el trasportín. 

Al final el demonio que poseía a mi michi abandonó su cuerpo y, con ayuda de un auxiliar, conseguimos bajarlo de la estantería a la que se había subido. 

Por suerte para todos ya no me pongo tan nerviosa cuando vamos a las revisiones anuales y mi gato ha dejado de intentar sacarle los ojos con las garras. Igual un día de estos hasta me animo a pedirle salir.

Barby