Como si se tratase de una película de Hollywood, cuando leemos una historia de malos tratos visualizamos el final de ello, como si se tratase de un final de ensueño que obligatoriamente va a llevar a su protagonista a la máxima expresión de la felicidad.

Pero no, sobrevivir al maltrato infantil y lograr llevar una vida adulta satisfactoria, es un camino de piedras afiladas.

Hola, tengo 37 años, sufrí malos tratos y abusos desde mi primera infancia hasta mi adolescencia. Cuando todo ello acabó, tardé mucho en “engancharme” a la sociedad. Me sentía rara y un bicho raro, me costaba comprender que alguien podía quererme. En una situación, donde los que te deben querer no lo hacen, ¿cómo no preguntártelo? Eso me llevó a un sinfín  de  relaciones tóxicas. Pasaba de pareja en pareja o de rollo en rollo, con tal de nunca estar  “sola”, de sentirme constantemente aceptada y querida.

Ahora que lo miro desde lejos, practicaba algún tipo de mendicidad emocional. Era una especie de droga que muchas veces experimentaba a través del sexo, que me hacía sentirme cerca y en intimidad con las personas. Pero aquello fue tremendamente malo para mi autoestima.

Pasé además por fases, donde no quería tratar con nadie y rechazaba hacer amigos. La soledad que había vivido gran parte de mi vida, era lo más parecido a un hogar para mí misma cuando las cosas se volvían inseguras.

Tratas de encajar, de ser aceptado, mientras lidias todas las noches con pesadillas que te llegan del pasado y muchas veces ni te dejan dormir. Porque pese a que necesites hablar de todo lo que ha pasado, el miedo a dar pena no me dejaba descansar. Era como un ancla pesada al cuello, no lograba  ser yo misma con nadie.  

Escondido debajo de no se sabe dónde vivía conmigo la ansiedad y depresión. Recuerdo perfectamente como fue, una mañana que por fin me quería, me  llevaba bien conmigo misma, logré una relación sentimental estable con alguien que sabía mi pasado y lo comprendía, cuando todo parecía empezara encajar… me empezó a doler respirar.

Entonces empezó otra pesadilla. Los fantasmas del pasado me dejaban anclada, salieron a la luz todas las patologías que me habían quedado por las heridas del pasado. La ansiedad incapacitante vino para quedarse, a veces mi amiga la depresión la acompañaba. Ambas me llevaron a poner me en manos de una terapeuta, seis años de terapia y mi vida incapacitante empieza ahora a dejar de serlo.

Los años pasan, y las pesadillas siguen, los recuerdos en ocasiones son tan vivos, los silencios cuando los demás hablan de su infancia te cortan la respiración. La falta de amor que m hacia dar las gracias, hasta por un abrazo de cualquier persona.

Recuerdo el primer abrazo que me dieron. Hacía tanto que nadie me daba cariño que tuve que aguantarme las lágrimas mientras daba las gracias. La otra persona no lo entendió y yo supe que estaba jodida por dentro.

En la actualidad, con el estrés de la maternidad pisándome cada día, un nuevo pavor me acecha. El miedo a ser como los que me trataron tan mal, que me destrozaron la vida. Sí, los malos tratos te destrozan durante y después, porque nunca logras sentirte “normal”. Te sueltas al mundo como vencedora porque ya ha cesado, pero las heridas internas son tan o más graves que las físicas.

Hace muchos años que no me ponen la mano encima, pero aun cuando estoy sola y huelo a cebolla o un ruido que se parece, cierro corriendo la puerta, la atranco. Porque el miedo nunca se va. 

El matrato infantil es así.

Viajas con la eterna pregunta ¿Por qué no me quisieron? Tardé mucho en ver que yo no era el problema.

Las bofetadas, los insultos, los puñetazos, se han quedado en las raíces de mi persona, y por mucha terapia que hago no consigo exterminarlos. La vida pasa, sigue, pero yo muchas veces me quedo en aquella habitación de infancia agachada en un rincón. Protegiendo mi cabeza con mis manos, esperando a que la tormenta acabe.

 

Anónimo