Cuando era niña, me imaginaba siendo adulta con una vida tranquila: mi trabajo soñado, mi marido, mis hijos… Pero sobre todo pensaba en que no tendría que preocuparme de los abusones, de caerle bien a todo el mundo ni de ser popular, porque, según mi mente infantil, los adultos no le daban importancia a esas tonterías. Me imaginaba con mis amigas, todas convertidas en madres responsables, apoyándonos en todo, compartiendo experiencias y echándonos unas risas en un banco del parque mientras nuestros peques jugaban juntos.
Pues nada más lejos de la realidad. Lo que no me esperaba, para nada, es que la vida de una madre se pareciera tanto a los tiempos oscuros del instituto. Sí, esos días donde las pandillas, los rumores y los piques eran el pan de cada día. Y es que, últimamente, el ambiente entre las madres del colegio de mis hijos se parece más a una escena de Chicas Malas que a una comunidad de mujeres adultas criando a sus hijos.
Si alguien me hubiera dicho hace años que la dinámica social de la puerta del cole sería tan parecida a la del patio del instituto, no me lo habría creído. ¡Pero aquí estamos! Grupos cerrados, cuchicheos y mucho drama.
Que si la mamá de Adrián va a celebrar el cumpleaños de su hijo y no ha invitado al mío; que si el otro día Juanito y Miguelito se pelearon, se metieron las madres y ahora son ellas las que no se hablan; que si la mamá de Martina, que antes se quedaba hablando conmigo a la entrada del cole, ahora habla más con la mamá de Claudia. Y todo así.
Sin darme cuenta, he vuelto a mis años de instituto. A veces me descubro a mí misma haciendo méritos para que el grupito de mamás que se va todas las mañanas a la plaza a tomar el café cuando dejan a sus críos en el cole me invite a ir con ellas, o que me metan en su grupo de WhatsApp, en el que se dedican a cotillear y poner verdes a otras madres. Como si lo más importante en la vida fuera ser aceptada y encajar en el grupo de las populares, aunque hagan cosas con las que tú no estás de acuerdo.
Al final es como en la película de Mean Girls o Chicas Malas: hay una mamá con más carácter al puro estilo Regina George que es la que dirige el cotarro. Y las demás vamos detrás de ella cual perritos falderos. No se te ocurra llevarle la contraria o enfrentarte a ella, porque tiene tanto poder que es capaz de hundirte. A ti y tus hijos.
Porque si Regina George les dice a las demás mamás que ya no se va a tal parque porque estás tú, pues no va ni dios.
Lo curioso es que, en el colegio, yo era una niña tímida e introvertida. Me costaba mucho hacer amigos. Y aquí estoy, casi a los 40 años, dándome cuenta de que en el fondo sigo siendo esa niña. Pensaba que me importaba una mierda hacer amigas nuevas hasta que mis hijos empezaron a ir al cole. Ahora, sin darme cuenta, estoy buscando la aprobación de las Regina George de turno para que el resto de las mamás me acepten.
Volver a las heridas de la infancia
La maternidad, de alguna forma, te conecta con tus heridas de la infancia. De repente, vuelves a ser esa niña a la que sus amigas le dan de lado. Y cuando ves que otra mamá no invita a tu hijo al cumpleaños del suyo, te duele. Y no solo por tu hijo, sino también por ti. Porque, de alguna manera, creías que erais amigas, que habíais formado un lazo. Y ese vacío, ese gesto de exclusión, hace que te sientas vulnerable y rechazada, como en esos días de instituto en los que todo lo que querías era encajar.
Es duro de admitir, pero muchas veces, más que por nuestros hijos, nos duelen esas situaciones por nosotras mismas. Porque te das cuenta de que el rechazo social, por más que pasen los años, sigue doliendo igual que cuando eras una adolescente insegura. Otra vez te sientes fuera de lugar, como si no hubieras pasado la prueba de acceso al grupo cool del cole de las mamás.
La eterna necesidad de encajar
Creo que, por mucho que crezcamos, algunas dinámicas sociales son difíciles de dejar atrás. La necesidad de encajar, de sentirse parte de un grupo, y esa inseguridad constante de quedarnos fuera siguen presentes, aunque seamos mujeres adultas con trabajos, hijos y vidas propias. Al final, seguimos siendo humanas, con nuestras debilidades, inseguridades y, sí, ese miedo a no pertenecer, a ser la mamá que nadie invita al café.