Hay personas estilosas. Hay personas que van por la vida con una seguridad en sí misma arrolladora. Personas torpes, personas sosainas, personas glamurosas. Y luego estoy yo. Yo soy esa que siempre mete la pata, la que debería coserse la boca, la que junta un ridículo con otro. 

Nunca olvidaré el día en que me equivoqué de conversación de whatsapp y le dije a mi novio que me iba a duchar, y todas las guarradas que iba a pensar sobre él mientras estuviera en la ducha, y me contestó un compañero de clase. ¡Lo había escrito en el grupo de prácticas de la universidad! ¿Os imagináis mi cara al entrar al día siguiente en clase? Pues eso.

O aquel día que fui a la comunión de una sobrina de mi novio, y al arrodillarme en misa, con todo el mundo en silencio, se me escapó tremendo pedo delante de toda la familia política. Al menos no olió, pero el trompeteo que salió de mi culo lo oyó hasta el cura.

O aquella vez que en una primera cita me quedé sin poder hacer pis. Estábamos en un bar tomando unas cañas, yo una novata en el amor, más nerviosa que Espinete al estrenar una muñeca hinchable. Quise ir al baño del bar, que justamente estaba frente a nuestra mesa, pero cuando entré y cerré la puerta, aquello se quedó totalmente a oscuras, y no fui capaz de encontrar el interruptor de la luz. Me dio vergüenza abrir la puerta para buscarlo, porque mi cita me vería desde la mesa y temía que pensase que era tonta de remate, pero sin luz no podía encontrar el váter y atinar, así que ahí me quedé, a oscuras, de pie en el baño durante varios minutos, y cuando pasó un tiempo prudencial que pareciese que ya había meado, salí. ¡Pocas veces me he sentido más idiota en mi vida!

O cuando me acababa de independizar y estaba en mi piso, yo toda adulta, viendo una película de noche durante un vendaval, y de repente oí el ruido de alguien corriendo en el pasillo. El grito que pegué fue de campeonato, llamé a mi madre acojonada, y cuando por fin reuní el valor para salir al pasillo, resulta que me había dejado una ventana abierta y, con el viento, había un folio volando golpeando contra las paredes. Menos mal que esa vez no me vio nadie, aunque mi madre aún se burla de mí años después.

Y casi prefiero no recordar aquel día que, en una boda, me sentaron junto a un conocido cuyo padre había fallecido hacía poco, y hablábamos de todas las bodas que habíamos tenido ese año, y no se me ocurre otra cosa que soltar “Esto parece Cuatro bodas y un funeral”, a lo que me responde “Sí, el de mi padre”. ¡Tierra, trágame!

Y seguro que me dejo más en el tintero, porque anécdotas así las tengo para dar y regalar. Yo soy así. A veces quisiera desaparecer, pero bueno, al menos nos echamos unas risas.

 

María DL