Él era puro julio; cada vez que nuestras manos se unían, inundábamos la habitación con nuestra inevitable tormenta de verano. Esas tormentas en las que pierdes el control, en las que te expones a la lluvia salvaje, sales a las estrechas calles de París y deseas inundarte de cada sensación. Sabes que puedes resbalarte y que probablemente enfermes cuando la tormenta cese, pero te da igual porque lo único que puedes hacer es mantener las palmas de las manos abiertas y sentir cada gota que cae sobre ti.
Aún puedo sentirle entrando en nuestro apartamento de París, memoricé las notas que cantaba nuestra vieja y descolorida madera, cada crujido bajo sus botas de ante azul marino. Aún puedo cantar el sonido de su cinturón al caer sobre nuestro sofá de cuero.
Recuerdo el día en que adoptamos a Joseph, nuestro sofá; Gabriel lo encontró debajo de nuestro portal una noche. “No te lo vas a creer, princesa. ¡Tenemos que bajar ahora mismo!”, me gritó aún asomado a nuestra única ventana.
Corrió hacia mí, me agarró de la mano, abrió la puerta y sin desearlo me vi bajando los cuatro pisos de nuestro edificio en calcetines, una camiseta de Los Ramones y unas bragas de lunares.
“¡Estás loco! Estoy en bragas”, le decía una y otra vez. Él seguía corriendo escaleras abajo mientras sujetaba mi mano con fuerza. Y allí nos encontramos, subiendo un sofá de piel viejo a pulso duranto cuatro pisos.
“Bien… es importante que ahora sepamos dónde ponerlo”, me dijo con media sonrisa. Claro que era importante, pero él buscó la manera de quedarse con aquel sofá. Siempre fue experto en sacar lo mejor de cada idea, lo mejor de cada color y lo mejor de cada beso.
Odiaba aquel sofá con todas mis fuerzas, pero cogió su olor; su ropa siempre dormía en aquel maldito sofá y cuando él no estaba era yo la que dormía en él con la cabeza apoyada en la parte del respaldo que olía a su perfume.
Aún puedo ver a lo lejos cada una de las escenas que vivimos en él, las copas de vino malo, las camisetas cutres, los calcetines hasta la rodilla, las canciones que detenían el tiempo, los momentos en los que parecía mirarle a cámara lenta mientras analizaba cada uno de sus mechones de pelo rubio resbalándose de sus orejas pero, sobre todo, recuerdo los sueños. Nuestros infinitos y simples sueños de crecer, hacernos ricos y poder vivir de nuestros sentimientos.
Jamás le dije que no pasaría, quizás él también lo supiera.
Yo sería una escritora de éxito con un pequeño pero céntrico apartamento en Nueva York mientras él haría películas en Europa.
Gabriel volvería a mí con los pantalones al hombro, y yo le recibiría siempre con un abrazo, el característico olor a café que siempre guardaba nuestro apartamento, y no pasaríamos ni una noche sin
hacer el amor. Nuestros sueños estaban hechos a guitarra y nuestros recuerdos a violín y eso me gustaba porque por más inviernos que pasáramos, siempre volveríamos a julio.