Mis padres desde que nací decidieron que debía ser perfecta. Simplemente perfecta, cual película.
La forma de andar, la de comer, prohibirme cortarme el pelo salvo las puntas (la primera vez que lo hice tenía ya mis buenos 17) y así, melena rubia larguísima, ojos azules, pequeñita, con apariencia débil y siempre sirviendo al varón.
Sin embargo ya a mis buenos 15 años me entró un tic en el ojo. Yo veía mujeres tatuadas y perforadas y me alucinaban, yo veía esos cortes a lo pixie con unos colores vibrantes y simplemente me fascinaban.
Y así, la princesa de papá y mamá comenzó a perforarse. Yo comenzaba a saber que les había defraudado y muchas veces les prometí no volverlo a hacer. Hasta que estudiar incluso lo que me exigían me causó depresión por muchos años y a partir de ahí me cansé.
Padres que no apoyan y sólo buscan la perfección, que en esa búsqueda caí en trastornos alimenticios y que si me sacaba un 9 era motivo de echarme a llorar, porque ni siquiera con dieces me decían que hacía algo bien, simplemente un «es tu trabajo».
Así que me busque a mi misma.
Esto trajo discusiones muy fuertes, varias huidas de casa. Periodos de tranquilidad pero de nuevo discusiones hasta el día de hoy en que mi relación con mis padres se basa en vernos lo justo estando en casa.
Porque nadie debe decirnos para qué hemos nacido, porque cortarme el pelo no significa que ya no sea femenina (si me considero mujer, siempre puedo ser femenina). Ni mis brazos tatuados hacen daño y mucho menos los piercings.
Aunque aún tengo ese perfeccionismo arraigado en mi, maté a mi antiguo yo.
Lo siento mamá, papá. Pero vosotros decidisteis tener un hijo, pero no tenéis el derecho de decidir su vida.
Cada persona tenemos nuestra propia vida y es esta la única que debemos decidir.
Simplemente, volad.