Siempre he sido de esas que utiliza el humor como escudo para todo aquello que puede hacerme daño. ¿Qué estoy muy nerviosa antes de un examen? Me da por reírme. ¿Qué estoy pasando por un momento de pánico? Puedo doblarme de las carcajadas. ¿Qué en mi casa me martirizan con el tema de mi peso? Pues yo me saco de la manga un monólogo cómico sobre lo guay que es ser gordita feliz, y todos tan contentos.
Quizás por esto mi familia cree que llevo el asunto de mi físico como si no me importase lo más mínimo, cuando la verdad es que a mis veinte años estoy un poco harta de que la gente o bien se apiade de esta pobre gorda, o me descalifiquen como si mi gordura fuese un problema para ellos.
Como sea, yo sigo en las mismas y para todos mis seres cercanos, soy la viva imagen de la gordita feliz a la que todo le resbala.
Pues bien, creo que un poco llevados por ese humor del que yo siempre hago alarde, hace algunos semanas uno de mis primos empezó a decir en una comida que mi cuerpo era muy similar al de un botijo con patas. Lejos de cabrearme o de enviarlo a la mierda, yo respondí a su comentario haciendo bromas sobre que podía tener razón y que al fin y al cabo ser un botijo tampoco podía ser tan malo. Todos rieron como locos con mi ocurrencia, y desde entonces ya no me llaman por mi nombre, sino que se refieren a mí con términos como ‘botijillo’, ‘boti’, ‘botijo con patas’ o ‘botija’.
Me doy cuenta de que en parte la culpa la he tenido yo, porque en lugar de decirles que no me gusta que me comparen con un puto botijo, les seguí la broma. Pero de ahí a pasar de utilizar mi nombre para llamarme ‘botijo con patas’, por muy cariñoso que sea… no, que me perdonen, pero no.
¿Creéis que sonaré muy melodramática si en la próxima comida familiar aprovecho para decirles que este apodo me hace daño? ¿Debo ser educada o los envío directamente a todos a la mierda por haberse comportado así conmigo?