Las injusticias por su nombre: xenofobia y muchas otras.

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    ¡Como cuesta soltar estas cosas! Soy incapaz de contar la historia completa porque me inunda un asco que ni se imaginan, además de vergüenza y mucha mucha rabia, pero si con ello me quito en parte este demonio de encima, allá vamos.

    Tres años antes de la pandemia, viajé sola desde el otro lado del charco escapando de una tremenda depresión y, principalmente, de mi padre, que siempre me ha generado algo que no sé qué es, tal vez su misoginia, su incapacidad para razonar fuera de lo económico; o quizás porque, como me dijo la última vez que le vi, nadie daría un duro por mí. No sé.
    Vine porque conseguí trabajar en una empresa pequeña, una «fábrica de sueños» en la que –supuestamente– tenía la oportunidad de desarrollarme en casi todos los aspectos de mi vida. Un año después, el dueño de la empresa, un supuesto psicólogo de cincuenta y pico, empezó a enviarme mensajes por WhatsApp del tipo «estoy pensando en ti» y esas cosas, cada vez más intensas. Al principio no le di importancia y –¡ahh!– decidí no comentarlo con nadie –por miedo, ya que siempre salía a cuento mi condición de migrante–, pero después de tener que trabajar estrechamente con él, los mensajitos cambiaron su relevancia. Empezamos a quedar fuera de la oficina, un café, unas risas, mucha mucha conversación y un hasta luego; y así fue por un par de semanas hasta que este me confesó su «amor de adolescente». Estupefacta, me sentí muy emocionada, pero aún no entiendo por qué (mentira. La figura paterna y todo ese rollo). Un día, tras un largo café, el señor este se dio cuenta de que era una persona adulta, por lo tanto no tenía por qué esconder su vida amorosa de nadie, que se lo contaría a todo el mundo. Entonces caí en cuenta de mi error; le dije que no, que de vida amorosa, nada; esto NO es una relación, en verdad, jamás debió suceder.
    Al día siguiente, tras salir del trabajo, iba de camino al metro y vi que el jefe y su socia estaban en el bar de la estación. Me hicieron un gesto para que me acercara y fui, me senté, me ofrecieron un café y yo no imaginaba adónde iba a parar todo eso: tras una charla jocosa y darle el primer sorbo a mi bebida, el señor se puso recto y le dijo a su socia: «Ah que no sabes con quién estoy saliendo», «Con esta», dijo ella mientras me miraba con los ojos en llamas. Desde entonces, mi vida ha sido una pesadilla.
    Primero, el señor no me dejaba respirar, de pronto cumplía muchas más funciones que antes, incluso muchas que no tenían absolutamente nada que ver conmigo (pero que debía cumplir para tener contenta a la socia, que si no, me echaban y perdía mis papeles), pero jamás percibí dinero extra o aumento de sueldo por ello. Todo eran malos tratos, pero de buena manera; esa agresivo-pasividad con la que se manejan tan maravillosamente los narcisistas. Yo era consciente de ello, pero de pronto no era este señor quien me decía las cosas, sino mi padre, y a él ya se había sumado el resto de trabajadoras (sí, todas mujeres), por lo que me vi atrapada en un infierno que yo misma había propiciado (aunque no estoy del todo segura de ello).
    Todos mis intentos para hablar acerca del tema terminaban en la basura, excepto los dos primeros en donde ambos, el jefe y su socia, juraban y rejuraban haber olvidado lo ocurrido y no tener problema alguno conmigo. Por ello, él me mantuvo a su lado y ella me invitaba a unas cañas de vez en cuando, fingiendo que todo estaba bien mientras soñaba todas las noches con mi muerte. Todo mi cuerpo me gritaba con desenfreno que saliera de allí, cuanto antes, ¡peligro, peligro!, pero no podía. Estaba paralizada.
    Cuando el Covid despertaba en Oriente, el negocio creció y necesitó contratar nuevos trabajadores. Llevaron a una chica que había estado en prácticas y que se había hecho muy amiga de la socia. Ahora yo tenía que trabajar codo a codo con ella y no me pareció mal, hasta que empecé a hacerlo. De pronto me convertí en una inútil que todo lo hacía mal, o hacía más de lo que debía hacer, pero otras veces no lo hacía, porque era una vaga (Sí, WTF). Empezaron las reuniones en las que yo era culpable del mal carácter de esta chica que no paraba de llorar y –ojo– amenazar con renunciar si yo no cambiaba mi manera de hacer las cosas. Todo se volvió muy confuso para mí; la primera vez era evidente que todo fue teatro, pero con el pasar de los días ya era la realidad y, de verdad, no sabía cómo lidiar con eso. Por supuesto, yo también tenía mis días, no me las voy a dar de santa. A veces respondía de mala manera –cuando me hablaban de mala manera–, o me despistaba con alguna cosa, pero nunca exigí reuniones para culpar a otros de mis asuntos y mucho menos apunté descalificativamente a nadie (siempre se rieron de mi nombre y de cualquier latino que no tuviera un nombre «normal»). Yo hacía lo que el jefe me decía que tenía que hacer; lamentablemente, esa es la verdad, desde el principio y cada vez más, por ello no podía creer que él estuviera de acuerdo con los llantos de lagarta. Finalmente, después de algunas semanas de más reuniones, gritos, insultos, malas caras, llegó la última, aquella que, hasta el día de hoy, me quita el sueño.
    Yo trabajaba de doce a ocho de la tarde y, cerca de la una, citaron a reunión. Nos sentamos en una sala expuesta al público y, tras ello, empezaron, uno a uno, a decirme todo lo que pensaban de mí. Ambas chicas me trataron de vaga, mal educada y un montón de cosas que nada tienen que ver con el trabajo o que, simplemente, no estaban bajo mi control (como lo que digan otras personas), que jamás he sido y que ni mi peor enemigo de la vida real diría de mí. El señor, en cambio, se limitó a decir –entre sollozos– que, para él, lo peor de todo no era solo el daño que había hecho yo a su empresa, sino el daño emocional que yo, como mujer, le había causado. Todo esto lo escucharon las demás trabajadoras y los -¡por suerte!- pocos clientes que había. En vez de mandarlos a la mierda, en vez de hacerme valer, solo pude decir “no sé qué estoy haciendo aquí”, pero ese “aquí” no era allí, sino en todo, en la vida. Me sentí tan poca cosa. Durante los dos años más largos de mi vida estuve atrapada en una relación de poder/amor con un narcisista tóxico que me enredó en su telaraña pasiva-agresiva y que acabó compartiendo en un festín con otras arañas.
    Esta historia es muuuuuuuy larga y está llena de situaciones que no sé si algún día podré verbalizar, tampoco tengo explicación para mi abnegada resistencia, mi paciencia ilimitada y el autoengaño que viví cuando todo me decía que debía salir corriendo cuanto antes, desde el principio, porque esa situación trascendía mi vida personal. Los pocos amigos que tenía, los perdí, y no podía conocer a nadie más porque toda mi vida fue absorbida por este hombre; en el trabajo, velaba por su empresa; fuera, velaba por él. Fui su juguete durante mucho tiempo y, al alejarme del todo, no sabía ya quién era y, entonces, el abismo me estaba observando. Desde entonces he sido incapaz de tener un trabajo fijo, o tener un trabajo, porque no soporto la idea de volver a pasar por alguna de las tan diversas situaciones vividas, y cuando veo alguna señal de ello, salgo corriendo. A pesar de ser una empresa que en Google figura bajo la etiqueta “regentado por mujeres”, la sororidad aquí nunca tuvo cabida. Las otras cuatro mujeres que trabajaban allí fueron testigos de mi cambio, me vieron mal durante mucho tiempo y, aún sabiendo lo que estaba ocurriendo, siendo testigos de las horrorosas palabras que el jefe me dedicaba cada día, se alejaron por completo y fueron partícipes del agobio. Solo lo menciono para que recuerden que no todo lo que brilla es oro, que la Coca-Cola es deliciosa, pero también tóxica.
    Sé que la socia lee de vez en cuando este foro y tal vez alguna de las otras chicas que allí trabajan, por eso me atrevo a preguntar: Sé que hay una chica llamada Wendolin trabajando o colaborando allí ahora y me gustaría saber, ¿se ríen de su nombre también o no lo hacen porque ella sí es española? Se rieron de mí, de una amiga que me fue a visitar (y a quien trataron fatal) y de cada uno de los clientes (no españoles, claro) que deciden trabajar con ellos y que no poseen un nombre «normal».

    Por suerte, durante toda esta tormenta he conocido a gente maravillosa que reconoce mi valía, que siente vergüenza del recibimiento y existencia de esa gente diciéndome que no conocí a las personas correctas, alentándome a darme una segunda oportunidad. Total, gente de mierda hay en todos lados y más se perdió en la guerra de Cuba.


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